Configura el tamaño del texto: AAA

 

PERSONAJES

CONSTANZA

ASNO

¡Calla, borracho!
¡Calla, cuero!
¡Calla,
poeta de viejo,
músico falso!
Me da gusto la apariencia.
Me hace pensar,
y pensar
siempre es bueno.
Casi siempre
es bueno.
La apariencia de las cosas tiene un brillo que a veces en casa se pierde.
Se pierde o se esconde,
no sé.
Se retira.
Así,
como una vaca asustada,
el brillo de las cosas,
a veces, se va.
O no.
O reposa en las cosas hasta que los ojos se clavan en ellas.
Y ahí
se esconde.
Se esconde del aguijonazo de los ojos.
De mis
ojos.

No sé si le pasara a todo el mundo
pero yo,
en lo más íntimo mío,
me considero un ejemplo.
No sé muy bien de qué,
pero me reconozco ejemplar.
Soy un ejemplo simpático de algo difícil de precisar.
Soy un ejemplo de mí.
De mí
y de nada más.

 

Me llamo Constanza y cargo en mi nombre la insistencia de lo perseverante.

 

Tal vez,
ese pueda ser mi ejemplo,
o uno de ellos:
perdurar.
Perdurar tiene la voz tenue de lo que dice «sí».
Y sí.
Yo sigo,
me adapto.
Perduro.
Sí.

 

Lo que me hace perdurar es lo creí de mí, lo más efímero:
la belleza.
Fui alimento de los más diversos poetastros durante varios siglos.
Escribieron, escribieron.
Pero a lo que es a mí
me dejaron decir poco y nada.
Leí descripciones de mi rostro de a decenas y,
a mi entender,
ninguna me hizo justicia.

 

Dijeron:
Que tengo cara de pascua.
Cara de buen año.
Que soy dura como mármol.
Áspera como una ortiga.
Que tengo un sol en una mejilla y la luna en la otra.
Que mi rostro es a un lado rosas, al otro claveles, y en el medio
azucenas y jazmines.
Que en mi cuello hay alabastro,
que en mi frente hay un jazmín;
mil rosas en mis mejillas
-mezcladas con alelís-.
(¿Dónde lo ven?)
Que soy ingrata.
Presumida.
Rigurosa.
Que por ser tan honesta y tan virtuosa
burlo a tanta juventud ociosa.
De pecho ingrato.
Muy ceñida a las leyes del recato.
Hermosa, doncella, suprema diosa…
Octava maravilla.

 

Miré en su cuello alabastro,
y vi en su frente jazmín;
en sus mejillas mil rosas,
mezcladas con alelís;
en sus dientes un cristal,
y vi en sus labios carmín;
en sus cabellos hermosos
contemplé el oro de Ofir
y en sus pechos cristalinos
la plata de Potosí;
los dos arcos de sus cejas
lo son de amor y creí
que aves matan ellos solos,
no son arcos, flechas sí.

 

Verdaderamente que hay poetas en el mundo que escriben trovas
que no hay
diablo
que las entienda.

 

Miguel de Cervantes,
ilustre poetastro,
creyó escribir mi historia y mi belleza,
pero:
no me dejó hablar.

 

Los poetas acomodan las palabras para que le quepan en el verso del mejor modo.
Generar un tendal de palabras alrededor de algo
no digo que sea sencillo, pero
¿Y la realidad?
Con la realidad,
¿qué hacemos?

 

Ahora voy a hablar yo.

 

Y al modo de una canción
en verso libre y rotundo
diré las cosas del mundo
antes de mi defunción.

¡Oh pícaros de cocina,
sucios, gordos y lucios;
pobres fingidos, tullidos falsos,
vicio sin disfraz!
¡Muerte por puntos, pullas,
bailes de bodas, romances con estribos,
poesía sin acciones!

Empiezo por decir que la belleza es una gran
amenaza.
La belleza
asusta.
Si yo no fuera tan bonita, habría tenido otro destino.
(Pero no.)

 

Nacer fue mi don
y mi peor desgracia.
Mi madre me parió en una posada.
Escondida.
Y ahí me dejó,
al cuidado de sus encargados.

 

Pasé la infancia en Toledo.
Hace siglos, otra vida.
Caballos, velas, carretas.
Para usar agua, había que ir a buscarla hasta el río.
Ahí conocí a Lucio.
En el río.
Tendría cuatro,
cinco años.
Yo era muy curiosa
y siguiendo a un mozo de mulas,
me distraje y me perdí.
Caminé, perdida, hasta toparme el río.
Tenía sed y bebí.
Estoy en la orilla,
sola, perdida,
al borde del llanto,
cuando, de repente, entre los arboles
¡zas!
La mirada de Lucio.
Un mirada fuerte, directa.
Yo me acerco y él baja la cabeza.
Le acaricio apenas el cráneo
así, entre los ojos,
y él hace como un… como un gesto con el hocico, como un
«Es por allá, Constanza.»
«Es por allá.»
Así volvimos a casa.
Caminando juntos.
Y desde ahí que me sigue sin pausa.
La fidelidad de Lucio aterra.
Detrás de su pellejo animal parece habitar un espíritu pacífico.

 

Yo
conversaba con Lucio.
Puede parecer extraño
pero era mejor que hablar sola.

 

Uno diría
qué animal menos ilustrado el burro,
pero no.
Es culto.

 

Yo le decía burro y él me corregía:
«Asno.»

 

(Atrevido.)

 

De los animales es el más curioso.
Más que la gallina.

 

Es importante la curiosidad.
Para ser culto
hay que ser curioso.

 

Miren la cara de Lucio.

 

Lucio mira como preguntando.
Eso es la curiosidad.
La curiosidad
pregunta.
Ilustra.
Hasta puede guiar.

 

A los quince conocí a mi padre.

 

¡Maleante del hampa!
¡Hez de la sociedad!

 

Y me casé con Tomás.
Todo en una misma jornada
Mi padre se llamaba Juan,
tomó a mi madre por la fuerza,
nunca lo alcancé a querer.

 

¡Mentecato, trovador de Judas,
que las pulgas te coman los ojos!

 

A Tomás sí.
Tomás me quería bien.
El suyo era un amor limpio, no vulgar.
Era un amor tan limpio
que parecía un servicio,
una voluntad de dar que, como todo, se apaga.
Con los años,
Tomás mudó su amor a la pesca
y un día
se retiró.
Yo no opuse resistencia.
Hasta me pareció bien.
Sólo que,
de repente,
descubrí que no sabía dirigir el mundo.
Tuve que aprender a dirigir el mundo y estar sola con mi belleza.
Una belleza que asusta
y puede ser amenaza.

 

Y aprendí.

La llama cruel del Amor, débil al principio,
nos deleita con suave temperatura;
pero cuando el Hábito la alimenta
se convierte en fuego que abrasa y consume al hombre
por completo.

Pero una cosa piensa el caballo y otra el que lo ensilla.
Esto es así.
Y es poco decir que es así.
Sin ir más lejos, los hijos:
la descendencia.
Tarde o temprano la cosa se desgarra.
Los hijos se van.
Una pudo haber criado un zaino y después ve a lo lejos darse vuelta al animal
y descubre que es un asno.
Un asno,
y que se aleja.

 

Es una inconsciencia de una traer hijos al mundo.
No hay a quien culpar.
Una los trae como quien teje una bufanda: una aguja, la otra…
Y de repente está hecho.
Yo tuve y los vi irse.
Después me entretuve con las compras y el azar.

Aprended, flores de mí
Lo que va de ayer a hoy,
que ayer maravilla fui,
y hoy sombra mía no soy.

Es
extraña la apariencia.
Es un depósito grande
donde una elige un rincón.
Una se guarda en la apariencia,
y ahí es.
Claro que la ubicación es muy importante.
Es
cabal
la ubicación.
La ubicación
y la compañía.

 

Hay gente que, en la apariencia, elige el centro,
se dice:
«Este soy yo»,
«Acá me quedo»,
y de tan en el medio y acompañado que está,
pasa desapercibido.
Se pierde,
se desapercibe.
Como que está
y no está.
Lo que decía del brillo de las cosas:
está
y no está.

 

Es como una seducción de las cosas lo de aparentar.
Alguien está hablando y se calla,

 

de repente.

 

Eso es inquietante.

 

Seduce:
aparenta y es.

 

El silencio inquieta.
Pero el silencio de quién.

 

El silencio de la ropa pocas veces se escucha.
Basta con ir a la tienda y parar la oreja.

 

La ropa murmura en las perchas.
Murmura, aun,
dentro del placard.
Ni la oscuridad la calla.
Un buen vestido, una buena blusa,
dice más en casa que en el local.
La vidriera la atosiga a la prenda,
la ahoga.

 

El azar, en cambio, contiene un silencio puro.
Un silencio que interroga.

 

Sin embargo, hay silencios que no inquietan ni interrogan.
Apariencias silenciosas que apenas sí son.

 

El silencio puede ser un escondite.
Hay quien se esconde al silencio y piensa:
«Ahora sí,
que me vengan a buscar».
Pero yo al silencio no lo elegí.
El silencio me fue impuesto.

 

De ahí, mi necesidad de hablar.

 

Potencias, alma, y sentidos:
piernas, brazos, pechos, pies,
ayer daba a aquella, que es
lo que dios fuere servido:
si en nada quedo admitido,
¿cómo mil gritos no doy?
 Solo en esto vengo y voy:
 ¿cómo quieren que esté bueno,
si ayer era cuerpo ajeno
y hoy sombra mía no soy?

Y después está el brillo.
El brillo de las cosas,
que dice en el silencio.
Pero el brillo de las cosas también puede silenciarse.
Se calla y ya.
Sefiní,
sanseacabó.
Como el vestido en la vidriera:
el brillo
mutis.

 

Pobre, mamá.

 

Parece que mamá era fanática de la limpieza.
Me contaron.
Y a mamá me la imagino barriendo hasta el piso de tierra.
Me imagino eso:
una casa con piso de tierra seca,
la mesa en la tierra,
la cama sobre la tierra,
y ella que barre.
Ella,
que limpia hasta el cansancio,
que limpia
aunque sea inútil.
«Fanática.»
Una dice fanática y parece que ella quisiera lavar alguna culpa.
Pero no.
Yo creo que era más bien una estrategia para diferenciarse.
Para ser original.
Cuando uno se siente sucio
la limpieza
puede ser original.

 

Ser original
es ser diferente.
Y la diferencia también hace a la apariencia.

 

Pobre, mamá.

 

En materia de limpieza, a mí, el que me puede, es Ariel.
(Verde, líquido.)
Apariencia de veneno y nombre de ángel:
A-riel.
Otro que me gusta es Mr. Musculo.
Los brazos hinchados, en calzoncillo, con botas:
un verdadero superhéroe de inodoro.
Como un plomero fortachón.
Para los estantes con adornos: Blem.
El brillo que deja.
Y evita la acumulación de polvo porque hace como una capa eléctrica.
El polvo viene
y el magnetismo de la capa eléctrica ésa que deja,
¡fra!
lo desvía.
Otro que me mata, es el
«Cif Líquido Antigrasa».
Esa fuerza que tiene, la cosa espesa.
Uno lo vuelca en la mesada y es como lava de volcán que barre con todo.

 

Hay que destacar que uno tiene que ser limpio internamente.
La limpieza,
la verdadera limpieza,
va por dentro.
Eso yo siempre lo destaco.
Pero
un afuera impecable ayuda.
Y te previene de la dejadez.
Te previene de la dejadez, que es lo peor.
El descontrol, la naturaleza.
El mero instinto.
Así como crecen las plantas,
así, adentro de una,
crece sin pausa
la dejadez.
Una no lo nota.
Y ella ya está dando sus pequeños frutos.
Es un yuyo de la naturaleza humana la dejadez.
Lo único que yo pido siempre es eso:
no dejarme estar.
Me alerto:
«Coti, te estás dejando estar».

 

«Lucio,
te estás dejando estar.»

 

Me gusta el olor a limpio.
A Lucio también.

 

Una repasada todos los viernes augura un pulcro fin de semana.
Yo soy mi propia visita.
Y como propia visita me atiendo bien.
Ese es mi fin de semana:
atenderme bien.
Bañarme,
respirar todo limpio.
Leer los poetastros que me nombran y pensar en mi rincón.

 

Pero hay que ser cuidadoso,
si uno limpia demasiado,
las cosas desaparecen.

 

No hay que hacer abuso.

 

El sol, por ejemplo,
abusa.
El sol abusa maravillosamente del mundo y de mí.
Abusa con su fuerza de brasa gigantesca que da calor al mundo.
Calor y luz.
Yo para luz
prefiero el azul del entreacto,
ver al sol salir, guardarse.
Es poca la gente que amanece antes que el sol y se da el espectáculo de la luz.
El espectáculo de la luz es sublime,
tiene algo de nacimiento.
Yo me lo di.
Me lo doy,
cada mañana y cada tarde,
es mi más y mejor distracción.

 

Yo al sol le sigo los movimientos, pero en su éxtasis más último,
a pleno mediodía,
lo considero un abuso.
Natural, sí, pero un abuso.
Sin embargo,
son pocas las noches que salgo.
La noche no es para mí.
La noche es tan extraordinaria que me deja exhausta.
Algo que me gusta de la noche
es la soledad.
La soledad de saber que los otros duermen;
que es una soledad acompañada,
de celador,
de sereno.
Como la soledad de levantarse antes que nadie y merodear por la casa cuidando el sueño de los hijos.
Así.
Como la soledad de estar con Lucio.

En general, el alimento es modesto.
Oculta sus virtudes en la apariencia inexorable que le dio el mundo.
Hay alimento agraciado
y alimento
no tan agraciado.

 

La zanahoria parece una papa excéntrica pero es puro betacaroteno.

 

Una madre sabe esas cosas.
Sabe que el alimento
no es lo que parece.
Una madre ve la leche brotándole del pecho y piensa:
¿y este agua blanca que no dice nada?
Pero ella sabe.
Ese agua blanca
es toda vitalidad.

 

La apariencia de la semilla no promete el árbol ni la manzana,
pero dale tiempo y ahí están.
Es dejar que la semilla hable
y ahí están.

 

La gallina
empolla, empolla,
parece que no está haciendo nada,
y ahí anda después el pollo.
De acá para allá.

 

Lo femenino sabe
porque lo femenino
fue primero.
Alguien habrá parido al primer hombre, ¿no, Lucio?
Pero, así y todo,
femenino o no femenino,
las mujeres llegan tarde.
Fueron llegando
tarde.
Por ahí porque estaban pariendo justamente.
No sé.
Digo estaban pariendo: «estábamos».

 

La mujer puede ser que llegue tarde pero es un animal que está siempre listo.
Siempre
y desde siempre.

 

Todo ese cuento de la primera mujer.
La primera mujer no escuchó a una serpiente de árbol.
Escuchó el hambre.
Escuchó el dulzor,
la humedad y la piel roja de la fruta.
Escuchó la manzana.

 

Hay que saber escuchar a las cosas.

Hado injusto:
Aleve estrella:
En mi honor:
En mi cariño:
En tu arbitrio:
En tu influencia:
Haz que se logre mi dicha,
pues te lo dejo a tu cuenta.

Yo antes era una mujer devota.
Fui.
Pero dejé.
Me confundía la fe.
Como que mezclaba las cosas.
Me dejaba confundida.
Pero un día dije «no».
A mí no me agarran más.

 

Ahora la ficción, sí.
Me gusta la ficción.
Me gusta porque hay para todos y para cada uno.
Cada uno con su librito.
Cada uno con su ficción.
La fe
puede cegar,
pero la ficción no ciega.
Es
honesta la ficción.
Honesta y sofisticada.

 

Mi ficción es este cuerpo que piensa,
que huele,
que gusta,
que escucha
y ve.

 

Esta,
mi apariencia,
es mi ficción.

 

La noche
es la hora de los muertos.

 

Yo el tema de los muertos
trato de no tocarlo.
Volver viva de los muertos es una cosa difícil.
Una de los muertos vuelve medio muerta,
no hay con qué.
Si los muertos vienen a una, bueno, aceptación.
Pero ir a buscarlos…
Yo no.

 

Yo temo que la muerte
llegue.
Pienso:
¿llegará?

 

La mía me la imagino sola y como confesando
sin fe
el recuerdo de las cosas que fueron.
El recuerdo de mamá,
de mis hijos.
Los recuerdos con Lucio.

¡Lárgate, ah lárgate!
¡Vete, cruel esqueleto!
¡Aún soy joven, sé amable, vete!
¡Y no me toques!

 

¡Dame tu mano, dulce y bella criatura!
Soy tu amigo, y no vengo a castigarte.
¡Confía en mí! No soy cruel,
déjate caer en mis brazos y dormirás plácidamente.

 

¡Basta! ¡Basta!
Conmigo no, Lucio. Conmigo no.

 

La muerte
es una ilustre fregona.
Carga con todo lo nuestro.
La muy burra, la muy cretina.
No se cansa.

 

Dicen que la muerte es un no-lugar que permite hablar.
Pero hablar,
¿con quién?
¿Hablar sola?
Yo prefiero las tiendas.
Prefiero leer los poetastros sentada en el café y ver la gente pasar.
Hasta prefiero hablar con Lucio.
Mi rincón.
Oler a limpio y mi rincón.

 

Claro que no falta el que te empuja.
Vos estás en tu rincón tranquila y ¡pra!
te empuja.

 

Hay gente que la han tenido a los empujones.
Gente
golpeada
por las apariencias.
Magullones, mirada perdida.
De brillo nada.

 

Gente sin silencio.

 

Por eso decía antes que el silencio inquieta.
Pero el silencio de quién.
Hay silencios que no inquietan,
(ya lo dije eso)
que sirven
pero no son.

 

Aparentan.

 

El silencio de los muertos es un silencio que inquieta.
El silencio de los muertos es como un rumor.
Como tener hambre y ver la fruta pudrirse en frente de la cara y no poder comer.

 

La historia de la zanahoria y el burro.
Que el burro camina por la zanahoria que le cuelgan delante,
no se da cuenta de que no la va a alcanzar.
No se da cuenta de que alguien sostiene el palo
que ata la piola
que ata el tubérculo
para que él,
asno,
avance.
Se encandila por el brillo de la zanahoria,
el aparente alimento que le va a saciar el hambre.
Y que, además,
es bueno para la vista.
Ahí la cuestión:
si el asno pudiese comer la zanahoria
vería el nudo de la piola,
el palo que la sostiene…

 

El silencio tiene un precio.
Puede ser caro el silencio.
A algunos,
les cuesta la vida.

 

Si uno pudiera escuchar a los muertos…
Vaya bullicio, Lucio.
Vaya bullicio.

Esta mañana, por ejemplo,
me encontré con que todo en la casa estaba dispuesto recibir la visita.
Los pisos pulidos, los muebles y los marcos de las ventanas libres de polvo,
preparada la cama para los huéspedes.
Sentí entonces una inmensa ternura por la gente que me rodea,
que escucha cada una de las cosas que pienso y digo,
por más desaforadas que éstas sean.
Allí quedó la casa.
Engalanada para tal fantasía.

Quiero ser clara:
mientras viven
las cosas hacen lo que quieren.
Dan hasta donde pueden dar.

 

Yo doy mi peinado y mis aros a todo el mundo.

 

Ofrendo mi apariencia y veo los ojos agradecidos brillando en el silencio.
Veo los ojos opacos
de los que no aprecian,
los ojos sin brillo de los que no ven.
Esa
es mi realidad más última.
Mi placer inconfesable:
la apariencia:
la realidad.

 

La realidad es todo lo que las cosas son.
Pero
como las cosas son ahora una cosa
y después otra,
mi realidad también es una ahora
y después otra.
Una
en la aldea y en la posada, de niña;
una con Tomás;
una como madre;
una con Lucio, perdida, frente al río…

 

La realidad es todas las cosas y sus ejemplos y sus cambios,
y eso puede parecer mucho pero es tal cual.
Yo me despierto a la mañana
y esa es mi realidad.
Me despierto a la noche
de repente,
me desvelo,
y ahí está mi realidad.

 

Pero también la realidad tiene esa constancia de ser siempre la misma.
De ser siempre
las cosas.
La apariencia de las cosas.
De perdurar.

 

El plato sobre la mesa,
el vestido en la percha,
mi peinado, mis aros,
el naranja de las zanahorias,
el brillo, o no,
de los ojos:
la Realidad.

¿Quién de amor venturas halla?
El que calla.
¿Quién triunfa de su aspereza?
La firmeza.
¿Quién da alcance a su alegría?
La porfía.
Dese modo, bien podría
esperar dichosa palma
si en esta empresa mi alma
calla, está firme y porfía.

Mirar a los ojos es como un estruendo.
Un estruendo mudo
hecho a medias de voz y de silencio.
Como esos meteoritos que chocan en el cielo.
Un ojo,
otro ojo,
y ¡zas!
El silencio.
Mirar a los ojos es música y conversación.

Quien desespera, ¿qué espera?
Muerte entera.
Pues, ¿qué muerte el mal remedia?
La que es media.
Luego ¿bien será morir?
Mejor, sufrir.
Porque se suele decir,
y esta verdad se reciba,
que tras la tormenta esquiva
suele la calma venir.

Y arriba, siempre está el cielo.

 

El cielo
que parece limpio y calmo y es también la tempestad.
El cielo que no necesita decir nada,
que dice
con su compañía.
Sabe y no sabe.
Como Lucio.
Es mirar y ahí está.

¿Descubriré mi pasión?
En ocasión.
¿Y si jamás se me da?
Sí hará.
Llegará la muerte en tanto.
Llegue a tanto
tu limpia fe y esperanza,
que en sabiéndolo, Costanza,
convierta en risa tu llanto.

Pobre mamá, Lucio.
Pobre mamá.

 

Cuando atardece y estoy en casa salgo al balcón.
En el balcón
me agarro la cabeza
y miro el cielo.
Me quedo así,
las manos en las sienes,
mirando el cielo.
Y la veo venir,
con el sol que se aleja,
caminando lento.
Como una gana de llorar.
Una gana de llorar anciana que camina lento.
Que está en el cielo
y viene de lejos,
lento.

 

O es el silencio atrás mío.
El silencio corriendo.
El silencio de Lucio y el silencio del pasado.
El silencio del cielo.
Veo el silencio del cielo camino a su descanso como veo la respiración de un animal que duerme.
De un hijo, que duerme.
Y esa gana de llorar anciana que quiere avanzar tan lento.
Tan lento.
Que parece que llega,
y no.
Que está a punto…
Y no.

 

«La muerte es una ilustre fregona», me digo.

 

Y después medio me río.
Medio me río,
respiro
y el sol se va.

 

Es de noche.
Entro a la casa.
Es de noche y estoy exhausta,
Atontada,
suspensa.

 

Y pienso que si las cosas pierden el brillo,
allá ellas.
Ellas son ellas,
y yo soy yo.
Me digo que las cosas todas y solas
buscan y encuentran su sitio:
el plato sobre la mesa,
el vestido en la percha,
los ojos, a cada lado de la cara…

 

El mundo se refleja de manera distinta en cada persona,
en cada cosa.

 

Y si se hace de noche,
o si miro las cosas y ya no brillan,
yo busco mi rincón:
mi sillón
y mi rincón.

 

Ahí me siento.
O me quedo de pie, como esperando.
Respiro todo limpio.
Veo lo que queda de luz esconderse en el cielo.
Pienso en Tomás,
en mamá.
Leo con Lucio los poetastros que me nombran.

 

Lo miro.
Me veo.

 

Y pienso que soy un ejemplo.
Un buen ejemplo de mí.

 

Escucho el silencio
que no dice nada.
El silencio de las cosas.
El silencio del cielo y de los años.

 

Un silencio maravilloso.

 

Que no aparenta
ni es.

 

Leer la obra original de Miguel de Cervantes:

La ilustre fregona