Cooperación española / Cultura
IV Centenario Muerte Cervantes

Las Novelas ejemplares, claves de lectura

1613: el año de publicación de las Novelas ejemplares

El Archivo Histórico de Protocolos de Madrid conserva la venta del privilegio de impresión de las Novelas ejemplares que poseía Miguel de Cervantes, a favor del librero Francisco de Robles, fechada el 9 de septiembre de 1613 (Protocolos, 1678, fols. 451r-452v).

Se trata de un documento de cuatro folios que aporta curiosas noticias sobre la edición del libro, que terminará imprimiendo Juan de la Cuesta en el taller que regentaba en la Calle Atocha, a costa de Francisco de Robles, librero e impresor que en 1605 habían reunido fuerzas alrededor del éxito editorial del Quijote.

Imprimir un libro en los Siglos de Oro, en el momento en que el invento de Gutenberg a mediados del siglo XV se convierte en una industria, era un complicado camino lleno de disposiciones legales, que tenían solo una finalidad: el control de los contenidos por parte del Consejo de Estado. Leyes que fueron creando una compleja madeja de papeleo que culminó con la famosa Pragmática de 1558, promulgada por Felipe II. Cuatro serán los documentos legales que se debían solicitar: la Licencia de impresión (que podía ser acompañada de un privilegio de impresión, que permitía la exclusividad de venta en un periodo de diez años), que debía ser acompañada de una Aprobación del censor del Consejo de Estado; la Tasa, que indicaba el precio de venta del libro, determinado a partir del número de pliegos de papel utilizados en su impresión; y la Fe de erratas, que permitía comprobar que el texto impreso era idéntico al aprobado según el “original” presentado a las autoridades competentes. Las fechas de emisión de estos documentos legales (que debían imprimirse y colocarse en los primeros folios de los volúmenes impresos) permiten un acercamiento a los tiempos de escritura y al proceso de edición de las Novelas ejemplares.

El 2 de julio de 1612, Gutierre de Cetina pide aprobaciones a Fray Juan Baustista y a Fray Diego de Hortigosa, que las firman el 9 de julio y el 8 de agosto respectivamente. Semanas (o meses antes), Miguel de Cervantes había tenido que entregar al Consejo de Castilla su “original de autor” (copia en limpio de la obra que quería ser aprobada), que a partir de este momento no podía ser modificado. De este modo, la escritura de las Novelas ejemplares, aunque solo pudo ser difundida en letras de molde en 1613, debía estar terminada en los primeros meses de 1612.

El 2 de noviembre de 1612, el escribano de Felipe III, Jorge de Tovar firma en Madrid la licencia y privilegio de impresión de las Novelas ejemplares para la Corona de Castilla, que meses antes había solicitado Miguel de Cervantes:

Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación que habíades compuesto un libro intitulado Novelas ejemplares, de honestísimo entretenimiento, donde se mostraba la alteza y fecundidad de la lengua castellana, que os había costado mucho trabajo el componerle, y nos suplicastes os mandásemos dar licencia y facultad para le poder imprimir, y privilegio por el tiempo que fuésemos servido, o como la nuestra merced fuese; lo cual, visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hizo la diligencia que la pragmática por nos sobre ello fecha dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula en la dicha razón, y nos tuvímoslo por bien.

El privilegio para la Corona de Aragón (con su correspondiente aprobación firmada por Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, a 31 de julio de 1613), lo firma Francisco Gassol a 9 de agosto de 1613.

Y en pocos días tendremos ya los últimos documentos legales, imprescindibles para poder poner el libro a la venta: la Fe de erratas (7 de agosto) y la Tasa (12 de agosto de 1613):

Yo, Hernando de Vallejo, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su Consejo, doy fe que, habiéndose visto por los señores d’él un libro, que con su licencia fue impreso, intitulado Novelas ejemplares, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, le tasaron a cuatro maravedís el pliego, el cual tiene setenta y un pliegos y medio, que al dicho precio suma y monta docientos y ochenta y seis maravedís en papel; y mandaron que a este precio, y no más, se venda, y que esta tasa se ponga al principio de cada volumen del dicho libro, para que se sepa y entienda lo que por él se ha de pedir y llevar, como consta y parece por el auto y decreto que está y queda en mi poder, a que me refiero.

Desde mediados de agosto de 1613, las Novelas ejemplares ya estaban disponibles en la librería de Francisco de Robles para ser compradas (y leídas) por todos los lectores ansiosos de seguir disfrutando con escritos del autor del Quijote.

El documento conservado en el Archivo Histórico de Protocolos de Madrid permite conocer cómo el 9 de septiembre de 1613, Miguel de Cervantes vende su privilegio de impresión –y por tanto todas las ganancias que podría acarrearle la venta del libro- al librero Francisco de Robles, por la suma de 1600 reales y 24 “cuerpos del dicho libro”:

Y usando de la dicha merced y privilegios en la vía y forma que mexor de derecho lugar aya, dixo y otorgó que se á convenido y conzertado, y por la presente se combino y conzertó con Francisco de Robles, librero del Rey Nuestro Señor, residente en esta su Corte, de le bender, ceder, renunciar y traspasar, por la presente le bendió, cedió, renunció y traspasó los dichos privilegios que así tiene de su Magestad para la dicha impresión y benta del dicho libro por el tiempo y según y de la forma y manera que de Su Magestad le tiene y se la da y conzede por sus reales cédulas y privilegios. La cual ventad y traspaso le haze por prescio y cuantía de mil y seiscientos reales, que le á pagado y pagó en reales de contado, y de veinte y cuatro cuerpo del dicho libro que le á entregado y entregó.

No deja de sorprender la cantidad, si la comparamos con otra venta similar conservada en el Archivo Histórico de Protocolos de Madrid (Protocolos 417, fols. 187v-188r): la fechada el 14 de junio de 1584, por la que Cervantes vende a Blas de Robles, padre de Francisco, el privilegio de impresión para Castilla de la Galatea, su novela pastoril, “un libro de prosa y verso en que se contienen los seis libros de Galatea, que él compuso en nuestra lengua castellana”. La venta se concreta en 1336 reales.

Cifras, en todo caso, muy superiores a los 440 reales, con 40 maravedís que Gaspar de Porres, “autor de Corral de Comedias” le paga a Cervantes el 5 de marzo de 1585 por dos comedias que deberá entregar en un plazo de un mes: La Confusa y El trato de Constantinopla y muerte de Celín (Protocolos 1055, fols. 492r-493r).

 

“Yo soy el primero que ha novelado en lengua castellana”

A esto se aplicó mi ingenio, por aquí me lleva mi inclinación, y más, que me doy a entender, y es así, que yo soy el primero que he novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que en ella andan impresas todas son traducidas de lenguas estranjeras, y estas son mías propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa.

En el prólogo a las Novelas ejemplares, Cervantes expone, con orgullo, que ha sido el primero en escribir en castellano estas novelas cortas; novelas de las que ya había dado algunas muestras en episodios insertados en la Galatea, de 1585 (historias de Timbrio y Silerio, o la de Lisandro y Carino) y, sobre, todo, en la primera parte del Quijote de 1605, donde destaca la novela del Curioso impertinente (igual que la historia del cautivo en la segunda parte de 1615). Un género que está por imponerse en suelo hispánico, después del influjo de las novelle italianas medievales (Il novellino, Boccaccio y su Decamerón) y sus relecturas francesas e italianas a lo largo del siglo XVI. Como en tantas otras ocasiones sorprende la “originalidad” con que Cervantes se enfrenta a los géneros y temas de su tiempo, siendo capaz, sin salirse de los caminos trillados por la poética del momento, de ofrecer obras novedosas, obras que se mueven en los límites y sobre los que los lectores de los siglos posteriores pondrán en la base de sus obras, de sus nuevos planteamientos de la ficción.

Pero si el género intriga en estas obras (ese “novelas” del título) no menos intrigante (y no menos quebraderos de cabeza) ha dado la crítica su adjetivo “ejemplares”, y eso que en el prólogo parece que su sentido es único, claro:

Heles dado nombre de ejemplares, y si bien lo miras, no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso; y si no fuera por no alargar este sujeto, quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podría sacar, así de todas juntas como de cada una de por sí. Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse, sin daño de barras; digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan.

Sí, que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre se asiste a los negocios, por calificados que sean. Horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descanse. Para este efeto se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan con curiosidad los jardines. Una cosa me atreveré a decirte: que si por algún modo alcanzara que la lección d’estas novelas pudiera inducir a quien las leyera a algún mal deseo o pensamiento, antes me cortara la mano con que las escribí que sacarlas en público. Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida, que al cincuenta y cinco de los años gano por nueve más y por la mano.

Doce “novelas” (novelas cortas en nuestra terminología actual) constituyen esta colección, como doce son las partes de las comedias cuando se imprimen. Pero, frente a lo que sucede en las colecciones de novelas de la época, los textos cervantinos carecerán de un marco narrativo que dé sentido (un único sentido) a su selección, por el que de cada una de ellas –y de todas en su conjunto-, “se pueda sacar algún ejemplo provechoso”. Recuérdese el marco narrativo del Decamerón de Boccaccio que otorga unidad a los cien relatos tan diversos, que se narran los jóvenes florentinos que huyen de la peste. Frente a este modelo canónico, las novelas cervantinas nos hacen reflexionar a lo largo de su lectura, pues su “ejemplaridad” no aparece como una tesis evidente ya sea en el comportamiento tan dispar de los personajes que las pueblan, ni tampoco en los escasos momentos en que el autor se hace presente en la narración.

En el debate de la ficción del momento –debate que se mueve entre la propuesta de la épica culta y de la historia- irrumpe Cervantes, como tantos otros autores de la época, con la presencia de la “realidad menuda y cotidiana en la que se hallan instalados los lectores”, en palabras brillantes de Javier Blasco. Una “realidad” literaria en la que los personajes se alejan del “dejarse ir”, propio de las narraciones del momento –ya se llamen estas de caballerías, de pastores o de pícaros- para ser personajes que “quieren ser”, y de ahí la gran modernidad, la riqueza de perspectivas, de puntos de vista, de posibilidades que ofrecen los personajes de las Novelas ejemplares cervantinas (como los de tantas de sus obras).

Las Novelas ejemplares, seguramente por el deseo de los lectores de la primera parte del Quijote de seguir leyendo ficciones nacidas de la pluma de Cervantes, gozaron de un gran éxito en su momento; a la edición príncipe de 1613, le siguieron las siguientes reediciones: Madrid, 1614; Pamplona, 1614; Bruselas, 1614; Pamplona, 1615; Milán, 1615; Madrid, 1617; Pamplona, 1617; Lisboa, 1617; Madrid, 1622; Pamplona, 1622; Sevilla, 1624; Bruselas, 1625…

Todas ellas, como se aprecia también en la edición de Madrid de 1664, impresas en un formato popular: en un formato cuarto (o en octavo), en papel de no muy buena calidad, destinadas por tanto al mismo público al que se le dedicaban los Quijotes de surtido que triunfaban en estos momentos en suelo hispánico. Algo muy diferente será lo que sucederá en su difusión europea.

 

“Este que veis aquí”: sobre el retrato de Cervantes

No conservamos ningún retrato de Cervantes de su época. La imagen por todos conocida que preside el Salón de plenos de la Real Academia Española, atribuida a Juan de Jáuregui (y que cita Cervantes en el prólogo a las Novelas ejemplares), esconde más misterios y supercherías que verdades.

Era costumbre de la época que las ediciones aprobadas por los autores fueran acompañadas de un retrato del autor. Así sucede con las ediciones del Guzmán de Alfarache y así lo comprobamos también con diferentes retratos de Lope de Vega al inicio de muchas de las obras publicadas a principios del siglo XVII. Cervantes, en uno de sus giros geniales, no deja de seguir “uso y costumbre” del momento, pero de una manera completamente nueva: en vez de “grabarme y esculpirme en la primera hoja d’este libro” con un grabado, lo hará con un retrato hecho de palabras:

Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria.

Y este “retrato de palabras” será la fuente de inspiración para los dibujantes y grabadores que, ya en el siglo XVIII, quisieron que las ediciones de las Novelas ejemplares (y después en el Quijote) comenzaran con la imagen de su autor. Habrá que esperar a 1705, a la traducción francesa de las Novelas ejemplares impresa en Ámsterdam por Marc Antoine, para contar con el primer retrato alegórico de Cervantes, que representa el momento en que “el genio de las letras entrega a Cervantes la pluma para escribir sus obras”. Poco en esta imagen –más laudatoria que otra cosa- podemos identificar con Cervantes.

Habrá que esperar a la edición del Quijote que Lord Carteret impulsa desde los años veinte del siglo XVIII, y que verá la luz en Londres en los talleres de los Tonson, en 1738 en cuatro excelentes tomos, para contar con el primer retrato de Cervantes, grabado por Kent a partir de un diseño de Vertue. Seguimos en el plano de la idealización, pero ya se anuncian algunos rasgos que, con el tiempo, se confundirán en la iconografía cervantina, con los rasgos del Cervantes real e histórico. Un año después, Folkema se basará en este retrato de Vertue para realizar el suyo, colocado al inicio de la edición de las Novelas ejemplares impresas en La Haya en 1739. Retrato que años después, en un prurito de acercarse a uno de los rasgos físicos que el propio Cervantes destaca siempre que tiene oportunidad (“perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda”), le dejarán manco, destacándose un muñón en lo que debía ser su mano izquierda.

 

LAS NOVELAS EJEMPLARES, CLAVES DE LECTURA

Novela de la gitanilla

Cervantes comienza su colección de novelas de 1613 con una protagonista que carecía de una real tradición literaria: una gitana. Al margen de algunos personajes secundarios en comedias de Lope de Vega o en varios relatos picarescos, el gitano –tan presente en la vida cotidiana de cortes, ventas y caminos desde mediados del siglo XV cuando llegan a Europa- jamás había tenido un protagonismo como el que le dará Cervantes en esta su primera “novela ejemplar”. Preciosa, la gitanilla que da título al relato, enamora a todos con sus cantos y discreción, pero también con su honestidad, tan alejada de las costumbres con que los lectores de su época caracterizan a los gitanos. Un misterio envuelve a la protagonista, un misterio que Cervantes es capaz de insinuar cuando la retrata al inicio de la novela:

Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el gitanismo, y la más hermosa y discreta que pudiera hallarse, no entre los gitanos, sino entre cuantas hermosas y discretas pudiera pregonar la fama. Ni los soles, ni los aires, ni todas las inclemencias del cielo, a quien más que otras gentes están sujetos los gitanos, pudieron deslustrar su rostro ni curtir las manos; y lo que es más, que la crianza tosca en que se criaba no descubría en ella sino ser nacida de mayores prendas que de gitana, porque era en estremo cortés y bien razonada. Y con todo esto, era algo desenvuelta, pero no de modo que descubriese algún género de deshonestidad; antes, con ser aguda, era tan honesta, que en su presencia no osaba alguna gitana, vieja ni moza, cantar cantares lascivos ni decir palabras no buenas.

Y junto a Preciosa, en este magnífico espejo de apariencias y realidades que crea Cervantes, veremos aparecer a don Juan de Cárcamo, hijo de una noble familia que se convierte en el gitano Andrés Caballero para acompañar a Preciosa y conseguir su amor; Alonso Hurtado, paje enamorado de Preciosa, que va huyendo de la justicia, y termina convirtiéndose en el gitano Clemente; la Carducha, hija de la dueña de una venta que por su amor llevará a Andrés a las puertas de la muerte; y don Fernando de Azevedo, corregidor de Murcia y su esposa, doña Guiomar de Meneses, que terminan siendo los padres de Preciosa, que, en realidad, es doña Constanza de Azevedo y Meneses, que, como confiesa la gitana que hasta ese momento se había hecho pasar por su abuela: “Desparecíla día de la Ascensión del Señor, a las ocho de la mañana, del año de mil y quinientos y noventa y cinco. Traía la niña puestos estos brincos que en este cofre están guardados”, lo que permite que el juego de las apariencias (Preciosa y Andrés Caballero) se convierta en un felicidad de realidades, con el matrimonio final de Constanza y Juan.

Una novela en la que nada es lo que parece, en que los personajes tienen que cambiar de vida para seguir sus ideales, sus deseos. Una novela, como sucede en tantas obras de los Siglos de Oro, terminan por defender la “fuerza de la sangre”, esa que le lleva a Preciosa –por ser hija de nobles- a comportarse como tal a pesar de no conocer su origen y haber sido educada entre gitanos, que como indica Cervantes en las primeras líneas de su novela, no es el lugar propicio para una buena educación: “Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones; nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones, y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo”.

Preciosa, la juiciosa Preciosa a pesar de su juventud, como la Marcela de la primera parte del Quijote, nos devuelve uno de los más hermosos discursos sobre la libertad que escribiera Cervantes, un discurso que nos recuerda una de las claves de las “novelas ejemplares” cervantinas, como lo es el retrato tan personal de las mujeres, espejo de esas mujeres que bien podrían ser las “cervantinas” con que ha convivido toda su vida:

-Puesto que estos señores legisladores han hallado por sus leyes que soy tuya, y que por tuya te me han entregado, yo he hallado por la ley de mi voluntad, que es la más fuerte de todas, que no quiero serlo si no es con las condiciones que antes que aquí vinieses entre los dos concertamos. Dos años has de vivir en nuestra compañía primero que de la mía goces, porque tú no te arrepientas por ligero, ni yo quede engañada por presurosa. […] Estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo; pero no mi alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere.

 

Novela del amante liberal

Si la primera novela de la colección se movía en la “libertad de géneros” de una historia de gitanos –la cotidianidad puesta a flor de piel narrativa-, la segunda se inscribe en uno de los géneros narrativos más prestigiosos de la época: la “novela bizantina”, en la que Cervantes cifraba su “segunda vida”, la de la fama, con la escritura del Persiles y Segismunda que solo vio la luz de manera póstuma en 1617. La “novela bizantina”, siguiendo el modelo de Heliodoro, es el prototipo de la moderna “novela de aventuras”, que comienza cuando los personajes protagonistas sufren una separación forzosa y, a partir de ese momento, se narran las mil peripecias que deben superar hasta el encuentro final. Un esquema narrativo que, por su propia naturaleza, necesita de un gran número de páginas, y que Cervantes, en un nuevo rasgo de genialidad, es capaz de reducirlo a unas pocas, en las que no falta de nada para convertir este relato bizantino en una enrevesada trama de engaños y de traiciones, donde ningún personaje se comporta como se espera de él ni según lo que dice, a excepción del enamorado Ricardo, el “amante liberal” que da título a la novela.

El relato, aunque se desarrolla en tierras argelinas, lo que le permite a Cervantes insertar descripciones que más tienen que ver con su vivencia de cautivo que con lecturas y tópicos literarios, comienza en Sicilia, y sicilianos serán sus protagonistas: el ya citado Ricardo, enamorado de Leonisa, quien no pierde la ocasión de demostrarle su desdén y su amor por el joven siciliano Cornelio. Este triángulo amoroso –que no da para mucho más que los lamentos de Ricardo- se complicará cuando una tarde en la playa se convierta en un secuestro por parte de los turcos, que llevará a Ricardo y a Leonisa a comenzar un periplo de aventuras, que, como suele ser habitual en el género bizantino, se inicia con una tormenta, una tormenta que supera el barco donde va Ricardo, pero no el de Leonisa, que ve cómo se despeña contra unas rocas, sin aparentes supervivientes: “Leonisa murió, y con ella mi esperanza, que puesto que la que tenía ella viviendo se sustentaba en un delgado cabello, todavía, todavía…”.

Pero nada es lo que parece. Una vez más. Tan solo el amor verdadero de Ricardo y la amistad sincera de Mahamut, un renegado griego criado del cadí de Argel, que será providencial para que todos vuelvan a Sicilia después de superar mil y una aventuras –en este caso, en el campo de las mentiras y de las apariencias- como toda buena narración bizantina exige.

En este juego de engaños, mentiras y apariencias encontramos los siguientes personajes: el cadí de Argel (“que es lo mismo que ser su obispo”); el bajá Hazam, que acaba de llegar a Argel para convertirse en su gobernador, y el bajá Alí, el gobernador que está por dejar el gobierno de la ciudad. Los tres, presentes en la ceremonia del cambio de poderes, se enamoran de la joven que viene a venderles un judío, “como el sol que, por entre cerradas nubes, después de mucha escuridad, se ofrece a los ojos de los que le desean”. Los tres se admiran y piensan en la manera para, sin expresar sus verdaderos sentimientos, quedarse con la hermosa cautiva cristiana. Aunque el mayor de los sorprendidos es Ricardo pues no puede creer que Leonisa no haya muerto.

Y para complicar la red de mentiras entra en escena Halima, la mujer del cadí, que se enamora, nada más verle, de Ricardo, que ha pasado a ser esclavo de su esposo, y que, por tenerle, no duda en volverse cristiana y gozar de él en tierras sicilianas.

Y así el entramado de mentiras, de engaños y medias verdades permite hacer soñar a todos los enamorados que van a conseguir su propósito: el cadí que llevará a Leonisa a Constantinopla y en el camino piensa asesinar a su esposa para hacerla pasar por la esclava muerta; los bajás Alí y Hazam atacando las naves del cadí en el viaje bajo bandera cristiana, y Mahamut, Ricardo y Leonisa, engañando a todos para conseguir su propósito de volver a su tierra.

Una tierra en que se completó la última prueba de liberalidad de Ricardo, que entrega a Leonisa a Cornelio, aunque al tiempo se arrepiente de lo que ha hecho, pues, una vez más, caídas las máscaras de las mentiras y de los engaños, es la libertad la que prevalece:

Yo, señores, con el deseo que tengo de hacer bien, no he mirado lo que he dicho, porque no es posible que nadie pueda mostrarse liberal de lo ajeno: ¿qué jurisdición tengo yo en Leonisa para darla a otro? O ¿cómo puedo ofrecer lo que está tan lejos de ser mío? Leonisa es suya, y tan suya que, a faltarle sus padres, que felices años vivan, ningún opósito tuviera a su voluntad; y si se pudieran poner las obligaciones que como discreta debe de pensar que me tiene, desde aquí las borro, las cancelo y doy por ningunas; y así, de lo dicho me desdigo, y no doy a Cornelio nada, pues no puedo; sólo confirmo la manda de mi hacienda hecha a Leonisa, sin querer otra recompensa sino que tenga por verdaderos mis honestos pensamientos, y que crea d’ellos que nunca se encaminaron ni miraron a otro punto que el que pide su incomparable honestidad, su grande valor e infinita hermosura.

 

Novela de Rinconete y Cortadillo

Uno de los aspectos esenciales de las novelas ejemplares cervantinas es su capacidad para mostrar la realidad más menuda, la más cotidiana, aquella que queda fuera de los confines de la literatura del momento. Y la novela de Rinconete y Cortadillo, después de una peculiar forma de entender y ofrecer un relato bizantino, supone una nueva genialidad en la “mesa de los trucos” cervantinos. Bajo la apariencia de un relato picaresco por los personajes que lo protagonizan –que no por el modelo de narración, ya que no está escrito en primera persona, forma que instaurará el Lazarillo de Tormes a mediados del siglo XVI y que consolidará Mateo Alemán con su Guzmán de Alfarache-, en esta novela se nos narrará un día en casa de Monipodio, en el corazón del hampa sevillana, con un conocimiento de este mundo del que Cervantes ya había hecho gala en el divertido interrogatorio que el hidalgo manchego somete a los galeotes en la primera parte del Quijote. Un día en Sevilla a donde llegan dos jóvenes pícaros –Rincón y Cortado- que no dejan de sorprenderse de todo lo que conocen y viven, y nosotros, lectores de ayer y lectores de hoy, lo seguimos haciendo gracias a su mirada. El particular “punto de vista” que es una de las marcas de identidad de la novela picaresca.

Después de varios hurtos y pequeñas trampas, Rincón y Cortado llegan en presencia de Monipodio, parte central de esta novela en la que, realmente, no sucede nada. Descripción de un momento de vida que tiene tintes de “entremés”, de espacio cerrado donde entrarán diversos personajes que harán las delicias de los lectores (como lo habrían hecho también en el Corral de Comedias si se hubiera representado). La descripción de Monipodio, retratado tal y como lo vieron los propios Rinconete y Cortadillo, supone ya un verdadero mapa de ruta del personaje, de su comportamiento:

Parecía de edad de cuarenta y cinco a cuarenta y seis años, alto de cuerpo, moreno de rostro, cejijunto, barbinegro y muy espeso; los ojos, hundidos. Venía en camisa, y por la abertura de delante descubría un bosque: tanto era el vello que tenía en el pecho. Traía cubierta una capa de bayeta casi hasta los pies, en los cuales traía unos zapatos enchancletados, cubríanle las piernas unos zaragüelles de lienzo, anchos y largos hasta los tobillos; el sombrero era de los de la hampa, campanudo de copa y tendido de falda; atravesábale un tahalí por espalda y pechos a do colgaba una espada ancha y corta, a modo de las del perrillo; las manos eran cortas, pelosas, y los dedos gordos, y las uñas hembras y remachadas; las piernas no se le parecían, pero los pies eran descomunales de anchos y juanetudos. En efeto, él representaba el más rústico y disforme bárbaro del mundo.

En la casa de Monipodio veremos llegar a “dos mozos de hasta veinte años cada uno, vestidos de estudiantes”, dos “de la esportilla”, un ciego, “dos viejos de bayeta, con antojos, que los hacían graves y dignos de ser respetados”, una “vieja halduda”, “dos bravos y bizarros mozos”, y así hasta “unas catorce personas de diferentes trajes y oficios”. Y a partir de la sorpresa y de la mirada de Rinconete y Cortadillo, conoceremos las distintas trazas y trabajos de cada uno de ellos, y seremos testigos de los miedos cuando el vigía alerta de la llegada del alguacil, de la aparición de la vieja Pipota y de su canasta de todo tipo de objetos, de los gritos con que se presenta la Cariharta, quejándose de los golpes que le ha dado Repolido, y de las disputas que comienza entre ellos cuando el bravo llega también a la casa de Monipodio, y de las reconciliaciones que terminan en “seguidillas y corchetes”, que cantarán la Escalanta, la Gananciosa y la Cariharta, no quedándose atrás en sus cánticos el propio Monipodio:

Riñen dos amantes; hácese la paz;
si el enojo es grande, es el gusto más.

Y termina el día con la lectura del “libro de memoria” que traía Monipodio, y que Rinconete irá leyendo en voz alta: Memoria de las cuchilladas que se han de dar esta semana y el Memorial de agravios comunes, conviene a saber, redomazos, untos de miera, clavazón de sambenitos y cuernos, matracas, espantos, alborotos y cuchilladas fingidas, publicación de nibelos, etc…

Y el relato acaba cuando también lo hace el día en casa de Monipodio. Nada más que contar: las aventuras que protagonizó Rinconete –las verdaderas aventuras picarescas- ya serán objeto de otro relato, de otra novela, que nunca llegará a escribirse:

Pero, con todo esto, llevado de sus pocos años y de su poca esperiencia, pasó con ella adelante algunos meses, en los cuales le sucedieron cosas que piden más luenga escritura; y así, se deja para otra ocasión contar su vida y milagros, con los de su maestro Monipodio, y otros sucesos de aquellos de la infame academia, que todos serán de grande consideración y que podrán servir de ejemplo y aviso a los que las leyeren.

Como en otras ocasiones, Cervantes dice más callando que escribiendo.

 

Novela de la española inglesa

Si sorprendente debió ser en su época el relato picaresco sevillano de las andanzas de Monipodio y de sus secuaces, no menos debió llamar la atención el título de la siguiente novela, que supone la unión de dos términos –español e inglés- enfrentados, enemigos en su momento. En la “mesa de los trucos” de Cervantes hemos vuelto al ámbito de la “novela bizantina” (incluso la historia está muy vinculada con algunos episodios del Persiles cervantino, pero mezclada con aventuras caballerescas y filtros y venenos, más propios de los relatos maravillosos.

Una de las pocas novelas que explicita su enseñanza, su “ejemplaridad” al final de la misma:

Esta novela nos podría enseñar cuánto puede la virtud, y cuánto la hermosura, pues son bastantes juntas, y cada una de por sí, a enamorar aun hasta los mismos enemigos, y de cómo sabe el cielo sacar, de las mayores adversidades nuestras, nuestros mayores provechos.

Y así, virtud y hermosura las encontraremos por igual en los dos protagonistas de la obra: Isabela, la “española inglesa” que da título al relato, y Ricaredo, su enamorado. Isabela enamorará a todos –incluso a la reina de Inglaterra- por su belleza y por su discreción (propio de las heroínas cervantinas), lo que será también la causa de su desgracia: al enamorar al altivo y traidor Conde Arnesto, hijo de la camarera mayor de la reina inglesa. Isabela, raptada en Cádiz cuando solo contaba con siete años por el capitán inglés Clotaldo, verá cómo su vida cambiará cuando Ricaredo, hijo de Clotaldo se enamore de ella, y con quince años, se convierta en su prometida, con la bendición de sus padres. La valentía y la generosidad de Ricaredo permitirá también que la reina les dé su bendición para un matrimonio, que nunca se culminará cuando la camarera de la reina, para salvar a su hijo Arnesto que ha sido preso por desafiar a Ricaredo, envenene a Isabela. La hermosa doncella española, la más hermosa de toda Inglaterra, salvará la vida, pero no así su belleza:

Finalmente, Isabela no perdió la vida, que el quedar con ella la naturaleza lo comutó en dejarla sin cejas, pestañas y sin cabello; el rostro hinchado, la tez perdida, los cueros levantados y los ojos lagrimosos. Finalmente, quedó tan fea que, como hasta allí había parecido un milagro de hermosura, entonces parecía un monstruo de fealdad

La historia, si no fuera por la virtud de Ricaredo, habría seguido líneas poco literarias: los padres de Ricaredo hacen llamar a Clisterna, una hermosa joven escocesa con quien habían concertado el matrimonio de su hijo antes de que Ricaredo se enamorara de la española inglesa, para que su heredero se case con ella olvidando a Isabela, que se vuelve a Cádiz con sus padres españoles, recién recuperados.

Pero Ricaredo ama más allá de la belleza y le promete a Isabela ser su esposo y que le espere dos años, cuando irá a buscarla y hacer realidad lo que ahora es solo un deseo:

-Por la fe católica que mis cristianos padres me enseñaron, la cual si no está en la entereza que se requiere, por aquella juro que guarda el Pontífice romano, que es la que yo en mi corazón confieso, creo y tengo, y por el verdadero Dios que nos está oyendo, te prometo, ¡oh Isabela, mitad de mi alma!, de ser tu esposo, y lo soy desde luego si tú quieres levantarme a la alteza de ser tuyo.

Dos años en que Isabela recupera en Sevilla la salud y la belleza y parece que le faltan las horas para reunirse con su marido, ese que ya lo es después del matrimonio secreto del que fueron testigos sus propios padres. Y entonces, la historia vuelve a girar sobre la desgracia: llega una carta de Catalina, la madre de Ricaredo, anunciando la triste muerte de su hijo, traicionado por el Conde Arnesto. Isabela, de nuevo la mujer más hermosa de toda Sevilla, hace gala de su virtud: a los dos años del plazo que le solicitó Ricaredo, tomará los hábitos de monja. Y justo el día en que está por hacerlo, llega a Sevilla Ricaredo y delante de todos cuenta su historia, que no es más que la de peregrino a Roma, la traición del Conde Arnesto que no acaba con su vida, pero sí que lo llegan casi a hacer los piratas que lo secuestran camino de España, y que le tienen cautivo en Argel durante unos meses. Pero, al final, consigue liberarse a tiempo para poder llegar a Sevilla para reunirse con su mujer, la que ahora lo es públicamente.

Una historia, como todas las bizantinas, que juegan con el límite de las posibilidades, pero que terminan –gracias a la virtud, el coraje y la decisión de sus protagonistas- en un final feliz, un final feliz que Cervantes llena de cotidianidad al concretar incluso la casa donde vivieron (y aún viven en el momento de la narración) Isabela y Ricaredo en Sevilla:

y ella, favorecida del cielo y ayudada de sus muchas virtudes, a despecho de tantos inconvenientes, halló marido tan principal como Ricaredo, en cuya compañía se piensa que aún hoy vive en las casas que alquilaron frontero de Santa Paula, que después las compraron de los herederos de un hidalgo burgalés que se llamaba Hernando de Cifuentes.

 

Novela del licenciado Vidriera

En el itinerario de curiosas relaciones entre la ficción y la realidad, entre los engaños de las apariencias que suponen las Novelas ejemplares, le toca el turno al licenciado Vidriera, a un personaje que se transforma no tanto por su voluntad como por un hechizo que le hace una dama salmantina enamorada de él, y que no ve otro modo de alejarle de sus libros.

Tomás Rodaja es un joven de once años que llega a Salamanca a honrar a su familia gracias a las letras. Junto con dos estudiantes a quienes sirve, consigue el título de licenciado, y con él, después de un periplo militar por tierras italianas acompañando al capitán Valdivia, se presenta en Salamanca para ganarse la vida gracias a su ingenio. Y será en este momento cuando la citada dama salmantina le envenene con un hechizo:

Y así, aconsejada de una morisca, en un membrillo toledano dio a Tomás unos d’estos que llaman hechizos, creyendo que le daba cosa que le forzase la voluntad a quererla, como si hubiese en el mundo yerbas, encantos ni palabras suficientes a forzar el libre albedrío; y así, las que dan estas bebidas o comidas amatorias se llaman veneficios; porque no es otra cosa lo que hacen sino dar veneno a quien las toma, como lo tiene mostrado la experiencia en muchas y diversas ocasiones.

Seis meses pasará el pobre licenciado Rodaja en cama. Y al cabo de este tiempo, recupera la salud, pero no la razón ni el entendimiento. Ahora no se trata de personajes que desconocen su origen y nacimiento, que esconden sus sentimientos e intenciones, que se dejan llevar por el deseo de aventuras o que terminan triunfando cuando se une la virtud con la hermosura, sino de un personaje que cambia, que se transforma, que deja su antigua identidad para agenciarse una nueva: el licenciado Rodaja ha quedado en la cama y quien ahora se levanta de ella es el licenciado Vidriera. El envenenamiento del hechizo con el membrillo le ha convertido en otra identidad, una identidad doble. Pues es ingenioso en sus palabras, pero loco en su comportamiento, en sus gestos:

Y aunque le hicieron los remedios posibles, solo le sanaron la enfermedad del cuerpo, pero no de lo del entendimiento, porque quedó sano, y loco de la más estraña locura que entre las locuras hasta entonces se había visto. Imaginose el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba terribles voces pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían, que real y verdaderamente él no era como los otros hombres, que todo era de vidrio de pies a cabeza.

Y sacará su ingenio a las plazas y calles de Salamanca primero y luego en Valladolid, a donde se ha trasladado la corte desde Madrid desde 1601 (y hasta 1606). Y no dejará pregunta sin contestar ni oficio sin criticar: los poetas y la poesía, los libreros, mozos de sillas de mano, mozos de mulas, boticarios, jueza de comisión, sastres, zapateros, pasteleros, alguaciles, damas cortesanas, tahúres… Tan solo los actores y los clérigos parece que se salvan del dardo certero de sus críticas ingeniosas. De los primeros se expresa con estas palabras, muestra de su gran ingenio:

pero lo que menos ha menester la farsa es personas bien nacidas; galanes sí, gentiles hombres y de expeditas lenguas. También sé decir d’ellos que en el sudor de su cara ganan su pan con inllevable trabajo, tomando contino de memoria, hechos perpetuos gitanos de lugar en lugar y de mesón en venta, desvelándose en contentar a otros, porque en el gusto ajeno consiste su bien propio. Tienen más, que con su oficio no engañan a nadie, pues por momentos sacan su mercaduría a pública plaza, al juicio y a la vista de todos. El trabajo de los autores es increíble y su cuidado extraordinario, y han de ganar mucho para que al cabo del año no salgan tan empeñados, que les sea forzoso hacer pleito de acreedores. Y con todo esto son necesarios en la república, como lo son las florestas, las alamedas y las vistas de recreación, y como lo son las cosas que honestamente recrean.

Dos años permanecerá el licenciado Vidriera sorprendiendo a todos con su ingenio y con su locura, con ese creerse tan transparente como el vidrio. Y a los dos años, un religioso de la orden de San Jerónimo termina por curarle. Y ahora el licenciado Rueda (su nuevo nombre al haber cambiado una vez más), con su salud y con su entendimiento recuperado, intenta ganarse la vida con su ingenio en la corte, pero el recuerdo y la sombra de su locura vítrea no se lo permiten: cada vez que sale de casa, le rodean niños y curiosos esperando respuestas ingeniosas a las que les tenían acostumbrados. Así que no le queda otra que recuperar su oficio de militar y acompañar al capitán Valdivia en sus aventuras, dejando “fama en su muerte, de prudente y valentísimo soldado”.

 

Novela de la fuerza de la sangre

Si en La española inglesa, Cervantes dedica el último párrafo a indicarnos la enseñanza, la “ejemplaridad” que se puede sacar  de este relato, con el triunfo de la hermosura y la virtud, La fuerza de la sangre, supone una vuelta de tuerca sobre el mismo argumento, alrededor de uno de los temas más debatidos, piedra angular de la sociedad barroca de la España de principios del siglo XVII: la honra. Un debate que fue aplaudido por el cervantismo del siglo XIX, y que hoy presenta argumentos, acciones y comportamientos muy alejados de nuestra sensibilidad.

El argumento parte de una historia toledana, que el propio Cervantes alude a ella como contemporánea (de ahí que los nombres de los personajes escondan el verdadero de sus protagonistas para no sacar a la plaza pública lo que era un secreto), y contrapone dos mundos, en una visión de la sociedad de la época muy del gusto del autor complutense: por un lado, un viejo hidalgo que, aunque empobrecido, vive en paz con su mujer y sus dos hijos: un niño pequeño y una joven de 16 años; y por otro lado, una familia noble que, por no saber educar a su hijo, Rodolfo, en la disciplina y los deberes, actuará de manera soberbia, como muy bien lo supo retratar Cervantes en estas tres líneas:

Hasta veinte y dos tendría un caballero de aquella ciudad a quien la riqueza, la sangre ilustre, la inclinación torcida, la libertad demasiada y las compañías libres, le hacían hacer cosas y tener atrevimientos que desdecían de su calidad y le daban renombre de atrevido.

La alegría de los primeros se verá truncada con la casualidad de haberse cruzado con el segundo, acompañado de amigos nobles de igual naturaleza y carácter. Y el relato comienza con el rapto de la hija del hidalgo anciano y pobre (al que se le da el nombre de Leocadia), la llegada a casa de Rodolfo en secreto y en su violación mientras ella permanece todavía desmayada:

antes que de su desmayo volviese Leocadia, había cumplido su deseo Rodolfo, que los ímpetus no castos de la mocedad pocas veces o ninguna reparan en comodidades y requisitos que más los inciten y levanten. Ciego de la luz del entendimiento, a escuras robó la mejor prenda de Leocadia; y como los pecados de la sensualidad por la mayor parte no tiran más allá la barra del término del cumplimiento d’ellos, quisiera luego Rodolfo que de allí se desapareciera Leocadia, y le vino a la imaginación de ponella en la calle, así desmayada como estaba.

Pero antes de llevar a cabo este doble delito (no solo le ha robado la virginidad sino que la hará pública al dejarla en la calle), Leocadia se despierta y le convence para que en secreto le deje en un lugar apartado, que ella volverá en silencio a su casa y nadie sabrá lo sucedido. Antes de abandonar la habitación, se lleva un crucifijo de plata, con el que piensa que al hacer pública su desaparición, descubrirá la identidad de su agresor. Pero su padre, un sabio hidalgo, aunque viejo y pobre, la convencerá con su particular visión de la honra, bien opuesta a la imperante en la época, que defiende que la honra la otorgan los demás y se basa en la opinión. Frente a esta idea de la honra, el padre (y con él imaginamos al propio Cervantes) se expresa en estos términos:

Lo que has de hacer, hija, es guardarla y encomendarte a ella; que, pues ella fue testigo de tu desgracia, permitirá que haya juez que vuelva por tu justicia. Y advierte, hija, que más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta. Y, pues puedes vivir honrada con Dios en público, no te pene de estar deshonrada contigo en secreto: la verdadera deshonra está en el pecado, y la verdadera honra en la virtud; con el dicho, con el deseo y con la obra se ofende a Dios; y, pues tú, ni en dicho, ni en pensamiento, ni en hecho le has ofendido, tente por honrada, que yo por tal te tendré, sin que jamás te mire sino como verdadero padre tuyo.

Al cabo de unos días, Rodolfo, como tenía pensado y sin acordarse de lo que había hecho, marcha para Italia. Mientras tanto, Leocadia, que mantiene en secreto su violación, no puede dejar de hacerlo cuando se siente embarazada. A los nueves meses dará a luz un niño, Luis, que llevan a una aldea por cuatro años, al término de los cuales vuelve a Toledo con nombre de “sobrino”. El silencio parece planear por la historia hasta que se derrama la sangre de Luisico cuando es atropellado por un caballo en una carrera de caballeros. Al ver al niño herido y la sangre derramada, su verdadero abuelo lo lleva a su casa, pues “cuando vio al niño caído y atropellado, le pareció que había visto el rostro de su hijo”. Y allí en la casa de sus abuelos, Leocadia, acompañada siempre del crucifijo de plata, le confiesa a los nobles señores la violación que sufrió y el fruto que nació de ella. Doña Constanza, con el beneplácito de su marido, deciden entonces dar una solución a este problema: la vuelta de su hijo y el matrimonio entre ellos, lo que todos aceptan con gran alegría. La honra de la virtuosa y hermosa Leocadia queda a salvo, tanto en público como en secreto.

 

Novela del celoso extremeño

Hasta ahora, las heroínas de las novelas ejemplares cervantinas hacían gala de una gran hermosura a la que se unía una envidiable discreción y honestidad. Estas dos virtudes juntas se presentan como su mejor escudo, el medio más idóneo para triunfar ante cualquier adversidad. En la Novela del celoso extremeño, Cervantes amplía el abanico presentándonos a una joven hermosa, Leonora, pero vulnerable por su poca edad, que la hace propicia para los encantos de los malos consejeros, entre los que destacan las dueñas:

¡Oh dueñas, nacidas y usadas en el mundo para perdición de mil recatadas y buenas intenciones! ¡Oh, luengas y repulgadas tocas, escogidas para autorizar las salas y los estrados de señoras principales, y cuán al revés de lo que debíades usáis de vuestro casi ya forzoso oficio!

El escenario ideal para que haga de las suyas “el sagaz perturbador del género humano”, lo pondrá el anciano Carrizales, que, enamorado de la joven Leonora, construirá alrededor de ella una cárcel de placeres, un nuevo paraíso.

El hidalgo Carrizales perderá cuando frisaba la edad de cincuenta años su hacienda en Sevilla, por lo que decide cruzar a las Indias, donde en veinte años será capaz de amasar una buena fortuna, con la que vuelve a España, con la idea de pasar solo y tranquilo los últimos años que le quedan de vida. Y como sucederá en tantas novelas cervantinas, todo cambia en la voluntad de los hombres cuando se topan con la hermosura de una mujer, y así le sucederá a Carrizales cuando un día pasa por una calle y al alzar los ojos ve “a una ventana puesta una doncella, al parecer de edad de trece a catorce años, de tan agradable rostro y tan hermosa que, sin ser poderoso para defenderse, el buen viejo Carrizales rindió la flaqueza de sus muchos años a los pocos de Leonora, que así era el nombre de la hermosa doncella”. De este modo comienza una nueva vida, que estará regida por los celos. Unos celos que solo pueden llevar a la desgracia, como bien lo dejó escrito el propio Cervantes en El curioso impertinente de la primera parte del Quijote, o en el entremés, El viejo celoso, que se publicará en 1615, donde, siguiendo el guión del género, se potencia la parte más cómica de la historia. Carrizales terminará por no tener la calma al final de su vida, no por ser viejo marido, sino por los celos enfermizos que siente y padece.

La casa sin ventanas que Carrizales compra en un buen barrio de Sevilla, la fama de la hermosura de Leonora y de los celos enfermizos del viejo marido, las costumbres de las que hace gala, que llega a que ningún animal varón pueda entrar en la casa (“A los ratones d’ella jamás los persiguió gato, ni en ella oyó ladrido de perro: todos eran del género femenino”), la convirtieron en un reto para las “gentes de barrio”: “Estos son los hijos de vecino de cada colación, y de los más ricos d’ella; gente baldía, atildada y meliflua, de la cual y de su traje y manera de vivir, de su condición y de las leyes que guardan entre sí, había mucho que decir, pero por buenos respectos se deja”. Uno de ellos, un virote, es decir, un joven soltero, llamado Loaysa será el encargado de conseguir penetrar en la casa y desencadenar la tragedia final.

Leonora, a pesar de todas sus reticencias, llevada por el entusiasmo de sus doncellas y criadas (en un primer momento) y luego por las palabras engañosas de la dueña Marialonso, no solo deja entrar a Loaysa en su casa por la noche para que cante y baile mientras su marido duerme (ayudado por un ungüento que el propio virote les proporciona), sino que se termina yendo a la cama con él, aunque no consigue Loaysa consumar su deseo. Y si el engaño funciona mientras el viejo celoso duerme y los demás permanecen despiertos, la verdad acudirá –y de su mano,  la tragedia- cuando sucede al contrario. El viejo Carrizales despierta y al sentir vacía su cama, se dirige a la habitación de la dueña, que duerme en la puerta, y “abriendo la puerta muy quedo, vio lo que nunca quisiera haber visto, vio lo que diera por bien empleado no tener ojos para verlo: vio a Leonora en brazos de Loaysa, durmiendo tan a sueño suelto como si en ellos obrara la virtud del ungüento y no en el celoso anciano”. Y se imaginó el resto, aunque el resto no hubiera sucedido.

Y así, vuelto de nuevo a su cama, hace a la mañana llamar a sus suegros, y en presencia de todos, deshonra a su mujer confesando su visión, pero se culpa a sí mismo –y a sus celos- de todo lo sucedido, con lo que en su testamento deja rica a Leonora y dispone el resto de su hacienda para obras pías. Firmado el testamento, muere. Y Leonora, ahora por propia voluntad, decide hacerse monja “en uno de los más recogidos monasterios de la ciudad”, Loaysa, “despechado y casi corrido” se embarca hacia las Indias, y solo los suegros y los criados quedan algo contentos con la parte de la herencia recibida.

Y yo quedé con el deseo de llegar al fin d’este suceso, ejemplo y espejo de lo poco que hay que fiar de llaves, tornos y paredes cuando queda la voluntad libre, y de lo menos que hay que confiar de verdes y pocos años, si les andan al oído exhortaciones d’estas dueñas de monjil negro y tendido, y tocas blancas y luengas.

 

Novela de la ilustre fregona

No hay en las novelas cervantinas una protagonista de la que menos sepamos que de Constanza, las conocida en Toledo como la “ilustre fregona”. Por no saber, no sabemos ni su oficio, como le pasa a los mismos personajes:

-Pues ¿no es fregona? -replicó el Asturiano.
-Hasta ahora le tengo por ver fregar el primer plato.
-No importa -dijo Lope- no haberle visto fregar el primer plato, si le has visto fregar el segundo y aun el centésimo.
-Yo te digo, hermano -replicó Tomás-, que ella no friega ni entiende en otra cosa que en su labor, y en ser guarda de la plata labrada que hay en casa, que es mucha.
-Pues ¿cómo la llaman por toda la ciudad -dijo Lope- la fregona ilustre, si es que no friega? Mas sin duda debe de ser que como friega plata, y no loza, la dan nombre de ilustre.

Quienes disputan son los dos protagonistas de la obra: Tomás de Avendaño y Diego de Carriazo (Avendaño y Carriazo), hijos de dos familias nobles de Burgos, que se irán de su tierra en busca de aventuras picarescas, así como ya Carriazo lo había hecho de los 13 a los 16 años. Lo que está llamado a ser un relato picaresco (aunque especial, pues ni los personajes lo son ni tampoco su comportamiento), cambia en un relato amoroso cuando los amigos escuchan en Illescas a dos mozos de mulas sevillanos ponderar la belleza de Constanza:

Es dura como un mármol, y zahareña como villana de Sayago, y áspera como una ortiga; pero tiene una cara de pascua y un rostro de buen año: en una mejilla tiene el sol y en la otra la luna; la una es hecha de rosas y la otra de claveles, y en entrambas hay también azucenas y jazmines. No te digo más, sino que la veas, y verás que no te he dicho nada, según lo que te pudiera decir, acerca de su hermosura.

Y en Toledo seremos testigos de las peripecias de los dos amigos, que desde que llegan se hospedan en la posada del Sevillano donde enamora la ilustre fregona, sin hablar con nadie, sin tratar con nadie. Frente a Preciosa, Constanza es un decorado de su propia honestidad, con la que rechaza a todos sus pretendientes, incluido el hijo del Corregidor.

Carriazo y Avendaño serán los verdaderos protagonistas de esta novela. Y por encima de todos, Carriazo, transformado en Lope el Asturiano (quizás trasunto del propio Lope de Vega). Él será quien protagonice el inicio de la novela con sus aventuras picarescas juveniles, quien incite a su amigo a acompañarle en una nueva salida, quien se mueva por Toledo como aguador, y como aguador reciba todo tipo de golpes, que le llevarán a la cárcel; él será quien protagonice el episodio de “¡Daca la cola, Asturiano!”, por la que consigue recuperar todo el dinero perdido en el juego; será él, como no podía ser de otro modo, quien admire a todos con sus canciones y poemas por la noche. Frente a él, su amigo Tomás (Avendaño), se comporta como un enamorado de manual: es capaz de cambiar de hábitos y trabajo (de noble caballero transformarse en mozo de mulas) por estar junto a su amada, a la que no es capaz de confesar su amor; y solo lo hará con una treta: una oración contra el mal de muelas en la que le descubrirá a Constanza su verdadero origen, las rentas de su casa y su gran deseo. Y por último, Costanza, la ilustre fregona, que ni habla ni parece escuchar, que vive en el recato y en la discreción, que a todos enamora más con su desdén que con su hermosura, y que rechaza (aparentemente) el amor de Tomás, pero que luego lo recibe como esposo cuando se reconoce su verdadero origen, su verdadero linaje.

Y es que el final de esta novela se mueve en los tópicos de las comedias que triunfarán en Madrid de la mano de Lope de Vega y su Arte nuevo de hacer comedias: un día, mientras el Corregidor de Toledo está en la Posada del Sevillano, para conocer a quien su hijo idolatra, llegan dos caballeros ancianos, que terminan siendo los padres de Tomás y de Diego. El segundo viene a contar una historia fabulosa que comienza con una violación (la que él comete con una rica viuda) y que termina con una confesión: Constanza es fruto de esta violación, y para eso trae objetos que permiten identificarla, por lo que se convierte en su hija y en heredera de la rica fortuna de su madre muerta hacía unos días. Al tiempo de esta confesión, los padres descubren la identidad de los pícaros, que daban por tierras de Flandes. Y todos juntos y contentos terminan en casa del Corregidor organizando unas bodas múltiples: por fin Tomás conseguirá a Constanza; Diego de Carriazo se casa con una hija del Corregidor, y el hijo del Corregidor, enamorado de Constanza, ya que no puede tenerla, se contenta con casarse con la hija de Juan de Avendaño, con lo que las tres familias quedan entrelazadas.

Y como suele ser habitual en las Novelas ejemplares cervantinas, el relato, que se ha movido peligrosamente por el terreno del folklore, la novela sentimental o el cuento maravilloso, termina con trazos cotidianos y realistas:

Dio ocasión la historia de la fregona ilustre a que los poetas del dorado Tajo ejercitasen sus plumas en solenizar y en alabar la sin par hermosura de Costanza, la cual aún vive en compañía de su buen mozo de mesón, y Carriazo ni más ni menos con tres hijos, que, sin tomar el estilo del padre ni acordarse si hay almadrabas en el mundo, hoy están todos estudiando en Salamanca;  y su padre, apenas ve algún asno de aguador, cuando se le representa y viene a la memoria el que tuvo en Toledo, y teme que cuando menos se cate ha de remanecer en alguna sátira el “¡Daca la cola, Asturiano! ¡Asturiano, daca la cola!”.

 

Novela de las dos doncellas

Nada es lo que parece en esta novela, ni la propia novela en sí, que se escapa, como tantas otras narraciones cervantinas de los corsés de género. Una historia de amores cruzados que, aunque recuerda a la historia de Luscinda, Cardenio, Dorotea y Fernando de la primera parte del Quijote, no consigue el vuelo y la complejidad narrativa que tendrá en las ventas y en las sierras quijotescas.

Las dos doncellas se nutre de los relatos más afines de la tradición italiana que gusta del enredo, de las falsas identidades, de los diálogos con dobles sentidos y de la situaciones curiosas. Así, las dos doncellas que dan título al relato, Teodosia y Leocadia, tendrán la misma reacción tanto ante el amor como ante el desamor: por un lado, con las promesas de su enamorado –un pusilánime Marco Antonio que no está a la altura del papel que le toca vivir-, aceptan entregarse a él; y por otro lado, ante su desaparición, ambas se ponen el traje de heroínas (en este caso, de hombres para poder adentrarse en los peligros de los caminos) y parten en busca de su amado. Ambas desesperadas por su tragedia. Ambas con un mismo propósito: conseguir que Marco Antonio haga realidad su promesa.

El cambio de sexo llevará a unos primeros equívocos, que en el caso de muchos libros de caballerías y en algunas comedias del Siglo de Oro, tienen tintes sexuales antes de conocerse la verdadera identidad de los personajes, pero que en Cervantes no llega nunca ni a aproximarse a esta posibilidad narrativa. En Cervantes solo mantendremos algo del enredo italiano en la noche en que Teodosia termina sincerándose con el caballero que tiene cerca, que no es otro que su propio hermano, o en la confesión que Leocadia hace a quien piensa que es Teodoro (y en realidad, es Teodosia), y sus palabras de odio a la amante de su Marco Antonio, que no es otra que la misma Teodosia:

Pero, juntamente con esto, he considerado que con facilidad negará las palabras que en un papel están escritas el que niega las obligaciones que debían estar grabadas en el alma, que claro está que si él tiene en su compañía a la sin par Teodosia, no ha de querer mirar a la desdichada Leocadia; aunque con todo esto pienso morir, o ponerme en la presencia de los dos, para que mi vista les turbe su sosiego. No piense aquella enemiga de mi descanso gozar tan a poca costa lo que es mío; yo la buscaré, yo la hallaré, y yo la quitaré la vida si puedo.

Ante estas amenazas, Teodosia no puede más que exclamar:

-Pues ¿qué culpa tiene Teodosia -dijo Teodoro-, si ella quizá también fue engañada de Marco Antonio, como vos, señora Leocadia, lo habéis sido?

Y frente a estas dos doncellas, que no piensan ni en deshonras ni en consecuencias en sus actos amorosos, encontramos a Marco Antonio, el joven y apuesto joven que las enamora, y que, herido en Barcelona, confiesa su amor por Teodosia y el juego amoroso que se ha traído con Leocadia: “Los amores que con vos tuve fueron de pasatiempo, sin que d’ellos alcanzase otra cosa sino las flores que vos sabéis, las cuales no os ofendieron ni pueden ofender en cosa alguna. Lo que con Teodosia me pasó fue alcanzar el fruto que ella pudo darme y yo quise que me diese, con fe y seguro de ser su esposo, como lo soy”. Pero a ambas, al amor verdadero y al amor de juego, las abandona Marco Antonio “con poco discurso y con juicio de mozo”, por irse a probar fortuna por tierras italianas por unos años. ¿Y qué decir de Rafael, el hermano de Teodosia, que parece un depredador del amor? Llega a la venta donde acaba de llegar su hermana y, después de oír a la ventera glosar la belleza de su huésped (“¡Válame Dios! Y ¿qué es esto? ¿Viene por ventura esta noche a posar ángeles a mi casa?”), no piensa en otra cosa que en conocerle, y no cejará hasta conseguir pasar la noche en su habitación. Y lo mismo sucederá cuando descubra que el caballero Francisco es en realidad la hermosa Leocadia.

Termina la novela con el peregrinaje de todos los personajes a Santiago de Compostela –para dar gracias por la salud recuperada de Marco Antonio en Barcelona- y el combate caballeresco que presencian, que no es otro que el de los padres de Marco Antonio y de Teodosia.

Al final, como suele ser habitual, en este tipo de relatos, todo acaba en la alegría de las bodas. Y como le gusta a Cervantes, no quiere limitarse al ámbito de la tradición literaria, sino que aprovecha el último párrafo para vincular este relato y sus protagonistas a la historia, pues lo que cuenta no es ficción sino trasunto literario de una experiencia real, conocida por todos los lectores de la época:

Y otro día, después que llegaron, con real y espléndida magnificencia y suntuoso gasto, hizo celebrar el padre de Marco Antonio las bodas de su hijo y Teodosia, y las de don Rafael y de Leocadia. Los cuales luengos y felices años vivieron en compañía de sus esposas, dejando de sí ilustre generación y decendencia, que hasta hoy dura en estos dos lugares, que son de los mejores de la Andalucía; y si no se nombran es por guardar el decoro a las dos doncellas, a quien quizá las lenguas maldicientes, o neciamente  escrupulosas, les harán cargo de la ligereza de sus deseos y del súbito mudar de trajes.

 

Novela de la señora Cornelia

Esta novela, junto a la Novela de las dos doncellas, se considera la más italiana de las aparecidas en el volumen de 1613. Lo es por argumento y también por localización, ya que se centra en Bolonia y en Ferrara. Una historia que, de representarse en un teatro, estaría llena de puertas que se abren y se cierran, de personajes que se cruzan sin encontrarse y de palabras que se entienden en otro sentido. Pero si es cierto que la acción transcurre en Bolonia (y el paso de los dos amigos, don Antonio de Isunza y don Juan de Gamboa, de Salamanca a Flandes y de ahí a Bolonia, con que comienza el relato, parece más bien una excusa), no lo es menos que la actitud de los personajes, el motivo del matrimonio secreto como inicio de la acción narrativa, y el sentido de la honra que se expone, ya conforman un lugar común en el universo novelesco creado por Cervantes en su novelas. El marco italiano, en este caso, es más bien anecdótico.

La vida de los dos caballeros españoles, estudiantes de la famosa Universidad de Bolonia, se mueve en la tranquilidad y el placer que da la generosidad y el dinero:

Tuvieron luego muchos amigos, así estudiantes españoles, de los muchos que en aquella universidad cursaban, como de los mismos de la ciudad y de los extranjeros. Mostrábanse con todos liberales y comedidos, y muy ajenos de la arrogancia que dicen que suelen tener los españoles. Y como eran mozos y alegres, no se desgustaban de tener noticia de las hermosas de la ciudad.

Pero una noche, una noche de locura todo lo cambiará. Una noche que comienza como la de muchos estudiantes, preparándose para salir. Don Antonio sale un poco más tarde “pues se quería quedar a rezar ciertas devociones”. Don Juan, después de recorrer varias calles, determina volverse a casa, pero al pasar por una puerta nota que le llaman y preguntan: “¿Sois por ventura Fabio?”. Y sin pensárselo dos veces, dice que sí. Y al tiempo de responder recibe un bulto que tiene que tomar con las dos manos. La puerta se cierra y al abrir las telas ve que tiene en sus brazos a una criatura recién nacida. Se dirige a su casa, y así deja a la criatura con el ama y la indicación de buscar un ama de cría. Y vuelve a la casa para ver qué ha sucedido. Al llegar, en vez de la tranquilidad y silencio de la noche, se encuentra con varios caballeros que acometen a otro, que está en clara desventaja. Así que don Juan, “llevado de su valeroso corazón”, termina por ayudarle, y su ayuda así como los gritos de los vecinos, terminan por hacer huir a los agresores. El caballero queda herido en la calle, donde vienen a socorrerle ahora sus criados. Él se va, sin saber su identidad, pero con su sombrero como todo recuerdo de esta noche que en nada se parece a la que había imaginado. De vuelta a su casa se encuentra con su amigo don Antonio que, sin dejarle hablar, le cuenta  “un extraño cuento que me ha sucedido”: al salir a la calle, se encuentra con una dama, medio desmayada, que le pide amparo. Dama a la que lleva a la casa en secreto, y a la que ha dejado allí. Por su parte, don Juan le cuenta a su amigo su parte de las aventuras, y así llegan a la casa y comienzan a conocer las identidades de los personajes a los que han ayudado: por una parte, la doncella de la casa es la señora Cornelia Bentibolli, una de las damas más hermosas, más distinguidas y recatadas de toda la ciudad:

Era Cornelia hermosísima en estremo, y estaba debajo de la guarda y amparo de Lorenzo Bentibolli, su hermano, honradísimo y valiente caballero, huérfanos de padre y madre; que, aunque los dejaron solos, los dejaron ricos, y la riqueza es grande alivio de orfanidad.

Y ella al ver el sombrero que lleva don Juan, les da a conocer la identidad del caballero a quien ha salvado la vida: el duque de Ferrara. Y con estos descubrimientos, viene el de su desgracia: los amores secretos que han mantenido en los últimos tiempos y, bajo la promesa de matrimonio, sus relaciones que han desencadenado en un hijo, al que ha dado a luz hace unas horas, y que ha perdido.  Y aquí, las dos historias de los dos amigos, se entrecruzan, pues la pobre Cornelia recibe algo de alegría al saber que el niño que creía perdido está en la misma casa.

Y don Juan de Cárcamo será pieza esencial para poner orden a este puzzle amoroso: el encuentro del duque de Ferrara y de Lorenzo, el deseo del duque de mantener su promesa de matrimonio, la noticia de que la señora Cornelia y su hijo están a salvo en su casa… Alegría final que tendrá unos momentos de paréntesis, llenos de malentendidos y de bromas: la llegada de todos a Bolonia y encontrarse con que Cornelia, el niño y el ama han desaparecido, sin saber a dónde han ido (con el malentendido de la “otra Cornelia” que duerme con un paje y que llena de rabia a todos los presentes), o la parada que hace el duque en casa de un cura, amigo suyo, de vuelta a su ciudad; casa a la que han ido a parar Cornelia y su hijo, con lo que se produce una reconciliación familiar digna de un cuadro de la época (con la broma final a Lorenzo, cuando el duque le confiesa que debe mantener la palabra dada de matrimonio a una hermosa campesina, que no es otra que su propia hermana).

Novela de enredos y de final feliz. No solo de los italianos sino también de los españoles. Españoles que se vuelven de Bolonia cargados de reputación, honra y regalos.

Llegaron a España y a su tierra, adonde se casaron con ricas, principales y hermosas mujeres, y siempre tuvieron correspondencia con el duque y la duquesa, y con el señor Lorenzo Bentibolli, con grandísimo gusto de todos.

 

Novela del casamiento engañoso

La penúltima novela de la colección de 1613, es un nuevo ejemplo de la rica paleta de posibilidades del engaño y de las apariencias –motivo recurrente en todos los escritos cervantinos- al tiempo que puede leerse como el marco narrativo que da paso a la más brillante y a la más inverosímil de las novelas ejemplares: El coloquio de los perros.

En su primera parte, la Novela del casamiento engañoso cuenta la historia del alférez Campuzano con la “tapada” doña Estefanía, un embrollo de engaños y de mentiras, de apariencias: doña Estefanía consigue casarse con el alférez después de hacerle creer que la casa donde viven es la suya y que posee una buena renta; por su parte el alférez dice llevar al matrimonio un buen tesoro en sus cintillos y en su cadena de oro. Nada es lo que parece, por lo que Campuzano bien puede repetir el refrán: “Pensose don Simueque que me engañaba con su hija la tuerta, y por el Dío, contrecho soy de un lado”, pues ni ella era la dueña de la casa, ni el oro era el metal del que estaban hechas las joyas. Tan solo hay una verdad en toda la historia, una verdad que es la mentira que le cuenta doña Estefanía a Campuzano cuando le convence para abandonar la casa, a la llegada de sus verdaderos dueños, doña Clementa Bueso y don Lope Meléndez de Almendárez:

y tomándome doña Estefanía por la mano me llevó a otro aposento, y allí me dijo que aquella su amiga quería hacer una burla a aquel don Lope que venía con ella, con quien pretendía casarse. Y que la burla era darle a entender que aquella casa y cuanto estaba en ella era todo suyo, de lo cual pensaba hacerle carta de dote, y que hecho el casamiento se le daba poco que se descubriese el engaño, fiada en el grande amor que el don Lope la tenía.

Era tal la falta de juicio del alférez Campuzano que no fue consciente del modo en que su mujer le estaba confesando su propio engaño.

Una historia de tintes picarescos, muy alejada de los personajes y de las situaciones que han sido el hilo conductor de las anteriores novelas: doña Estefanía, frente a las heroínas cervantinas, ni es hermosa ni tampoco honrada, de ahí su comportamiento. Y lo mismo podría decirse de Campuzano.

La segunda parte de la novela, sirve de marco narrativo para el Coloquio de los perros, una historia que, sin este marco, sin el juramento de Campuzano podría haber llevado a los lectores a la misma reacción que el licenciado Peralta –el receptor directo de sus historias- cuando Campuzano le confiesa cómo por dos noches escuchó a los dos famosos perros del hospital vallisoletano hablar:

Vuesa merced quede mucho en buen hora, señor Campuzano, que hasta aquí estaba en duda si creería o no lo que de su casamiento me había contado, y esto que ahora me cuenta de que oyó hablar los perros me ha hecho declarar por la parte de no creelle ninguna cosa. Por amor de Dios, señor alférez, que no cuente estos disparates a persona alguna, si ya no fuere a quien sea tan su amigo como yo.

Pero el Coloquio de los perros existe como texto de “verdad”. No sabemos si es real o no, pero Campuzano saca del pecho un cartapacio, donde queda escrito el primer coloquio de los dos perros (“y la del compañero Cipión pienso escribir, que fue la que se contó la noche segunda, cuando viere o que esta se crea o, a lo menos, no se desprecie”).  Y así, el licenciado Peralta abre el cartapacio “y en el principio vio que estaba puesto este título: “Novela y coloquio que pasó entre Cipión y Berganza, perros del hospital de la Resurrección, que está en la ciudad de Valladolid, fuera de la puerta del campo, a quien comúnmente llaman los perros de Mahúdes”.

 

Novela del coloquio de los perros

Y en el final de la colección de novelas de 1613, Cervantes ha colocado el que es, sin duda, el más misterioso de sus relatos: el coloquio de los perros Cipión y Berganza. Peculiar y misterioso por varios aspectos, que desgranaremos en las próximas páginas.

En primer lugar, es el único relato de la colección cervantina que no es independiente, pues, como se ha visto en la anterior novela, es transcripción de la conversación que en la penúltima noche de fiebres escucha el alférez Campuzano en el Hospital de Valladolid. Y su inserción en la trama de la Novela del casamiento engañoso se realiza mediante la lectura que el licenciado Peralta hace del contenido del cartapacio que le entrega el alférez, que aprovecha esta lectura para dormir la siesta (recurso narrativo que hace verosímil que el licenciado no interrumpa la lectura del coloquio para comentar algunos de sus pormenores con su amigo). Como ya hemos tenido ocasión de indicar, uno de los aspectos singulares de la colección cervantina es la ausencia de un marco narrativo que otorgue un (único) sentido, verosimilitud y unidad a las historias narradas que proceden de mil fuentes, desde las más cultas a las más folclóricas, pasando por algunas históricas e incluso coetáneas a los autores, como ellos se empeñan en resalta para dar credibilidad a las mismas (recuérdese cómo Cervantes lo hace al final de algunas de ellas, y a las que hemos tenido ocasión de referirnos en cada caso).

Por otro lado, el final de la colección de novelas de 1613 no es más que un punto y seguido. Se ha creado un marco narrativo que da carta de naturaleza al relato del coloquio de los perros, pero este marco narrativo queda abierto, como indica el alférez Campuzano al final de la Novela del casamiento engañoso:

No fue una noche sola la plática, que fueron dos consecutivamente, aunque yo no tengo escrita más de una, que es la vida de Berganza, y la del compañero Cipión pienso escribir (que fue la que se contó la noche segunda) cuando viere o que esta se crea o, a lo menos, no se desprecie.

Y así, con el recuerdo de estas palabras, comenta el licenciado la lectura del Coloquio al final del mismo, que no es más que una muestra del éxito entre sus primeros lectores, el éxito que espera conseguir Cervantes:

El acabar el coloquio el licenciado y el despertar el alférez fue todo a un tiempo,  y el licenciado dijo:
-Aunque este coloquio sea fingido y nunca haya pasado, paréceme que está tan bien compuesto que puede el señor alférez pasar adelante con el segundo.

Palabras que sentencian sobre los problemas poéticos de verosimilitud que supone que dos perros hablen (¡y con qué raciocinio!), y, por otro lado, ofrecen un final abierto, lleno de interrogantes. ¿Cómo sería la vida de Cipión, de dónde le viene su aprendizaje, sus conocimientos, y, sobre todo, cómo narrará su vida, después de todos los consejos retóricos que le ha dado a Berganza en su relato? ¿Hasta qué punto sería posible encontrar aspectos que permitieran o no defender que los dos perros son hermanos? Coloquio de los perros del que solo podemos leer la primera parte, aunque su autor promete una continuación. Como continuaciones de sus obras anunció Cervantes hasta el final de sus días, cuando está escribiendo el prólogo del Persiles, que solo se publicó en el 1617, un año después de su muerte:

Todavía me quedan en el alma ciertas reliquias y asomos de Las semanas del jardín, y del famoso Bernardo. Si a dicha, por buena ventura mía, que ya no sería ventura, sino milagro, me diese el cielo vida, las verá, y con ellas fin de La Galatea, de quien sé está aficionado Vuesa Excelencia.

El “fin de La Galatea”, esa segunda parte tantas veces prometida de la que sería su primera novela publicada, el libro de pastores que vio la luz en 1585 en Alcalá de Henares.

Y esto es solo uno de sus misterios. Otro podría ser el de su género, ese jugar con la expectativa de los lectores de su época, y al que tantas veces hemos hecho alusión en estas páginas. Cervantes, una vez más, parece (y quizás no solo lo parece) que gusta de jugar con la tradición literaria coetánea. ¿Es acaso el Coloquio de los perros una novela? Lo podría ser por sus historias, por su trama –como tantas otra de la misma colección-, pero no así por su forma: el coloquio, que lo acerca al diálogo clásico –revitalizado en el Renacimiento sobre todo a partir de la obra de Erasmo de Rotterdam-, y, en concreto, el diálogo lucianesco, de naturaleza satírica, donde Cervantes se ha consolidado como un maestro. Sátira que será la piedra de toque de la lectura seria del Quijote en tierras inglesas, y sátira que está construyendo sus fronteras frente a la murmuración, por lo que no extrañan las continúas interrupciones de Cipión en el relato de Berganza para evitar que sus comentarios salgan de unos determinados límites:

porque no tiene la murmuración mejor velo para paliar y encubrir su maldad disoluta que darse a entender el murmurador que todo cuanto dice son sentencias de filósofos, y que el decir mal es reprehensión y el descubrir los defetos ajenos buen celo. Y no hay vida de ningún murmurante que, si la consideras y escudriñas, no la halles llena de vicios y de  insolencias.

Y si el Coloquio de los perros en su narración y en su género esconde todo tipo de preguntas de muy difícil respuesta, ¿qué decir de su contenido? ¿De qué trata esta novela ejemplar? Habla de la vida de Berganza, que él mismo relata en primera persona –en una acercamiento genial a algunas de las características de la novela picaresca, sin llegar en absoluto a serlo-, y en este ir relatando su vida desde el Matadero sevillano hasta encontrarse con Cipión en Valladolid, va hablando de diferentes amos a los que ha servido –y a los que abandonado cuando los ha descubierto en su verdadero carácter y no en la apariencia de la honra ajena y externa-, y con estos amos nos moveremos por diferentes espacios sociales: desde el matarife al pastor, del mercader rico al alguacil, y de ahí a seguir a unos soldados y después a servir a unos gitanos, sin olvidar al morisco, al poeta de comedias o a los locos que se encuentra en el hospital, para terminar sirviendo, junto a Cipión, al buen cristiano Mahúdes. Y en este recorrido, ocupa un lugar central el encuentro con la hechicera Cañizares que, dentro de la senda de los relatos maravilloso,  da una explicación a la facultad de habla y de raciocinio que tanto Berganza como Cipión poseen desde niños: son hijos de otra bruja, la Montiel, a quien la Camacha, la maestra de todas ellas, “por cierto enojo que con ella tuvo”, convirtió a sus hijos recién nacidos en perros. Y seguirán en este estado hasta que no se cumpla una profecía que Cipión analiza con la paciencia de un profesor de gramática para demostrar su falsedad.

Pero la historia de Berganza –y las continuas recomendaciones y comentarios de Cipión a lo largo de su relato- es también la historia de la literatura, y de las propias historias de las Novelas ejemplares cervantinas: un magnífico resumen donde aparecen gitanos –que nos recuerdan a la primera de las novelas de la colección-, donde el “ser” y el “parecer”, la verdad y la mentira o el engaño, resultan el hilo conductor de los diferentes amos a los que sirve Berganza. Una novela sobre las novelas ejemplares, sobre la propia literatura triunfante en la época, siempre con una mirada crítica, satírica, como sucede al contraponer la bucólica vida de los pastores de los libros con la real que el perro Berganza sufre en sus propias carnes:

Lo más del día se les pasaba espulgándose o remendando sus abarcas; ni entre ellos se nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y Dianas, ni había Lisardos, Lausos, Jacintos ni Riselos; todos eran Antones, Domingos, Pablos o Llorentes; por donde vine a entender lo que pienso que deben de creer todos: que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna.

 

Verdad que es una de las obsesiones de Cervantes en su escritura. Verosimilitud como principio creador, sobre el que sustentar sus obras, que, más allá del simple entretenimiento y diversión, buscan también la enseñanza, que no es otro más de los principios de la sátira.

Y en la “mesa de los trucos” que Cervantes nos ofrece con su colección de novelas, el ser y el parecer han estado siempre presentes. Un ser y un parecer que puede dar la vuelta a las “verdades” a las que tanto se sentía apegado el Barroco. Un ser y un parecer que permite que uno no tenga que conformarse con lo que le ha tocado ser o aparentar lo que no puede ser, sino que también puede “querer ser”, pues, ¿cómo no pensarlo cuando los dos mayores retóricos, dos de los mejores filósofos y maestros de la colección de novelas ejemplares son dos perros? Como muy bien había vaticinado Cervantes en su prólogo: “Heles dado el nombre de ejemplares, y si bien lo miras, no hay ninguna de quien no pueda sacar algún ejemplo provechoso”.

A nosotros lectores, tanto los lectores de 1613 como los que nos acercamos a las Novelas ejemplares cuatrocientos años después, Cervantes nos ha dado la libertad para que encontremos en nuestra lectura los “ejemplos provechosos” de su lectura. Novelas ejemplares que ni son solo novelas y modelo de conducta, ni se limitan en la apariencia de un marco narrativo que las hubiera empobrecido por imponer una única mirada, una única lectura. Novelas que, como los buenos diálogos clásicos, hablan con sus lectores, nos interpelan y nos hacen reflexionar en los límites del ser y del parecer, de la verdad y de la verosimilitud, de la ficción y de la mentira, tanto en la vida como en la literatura.

 

Para saber más

Ediciones de las Novelas ejemplares

Portales en Internet

Estudios sobre Cervantes y su obra