Configura el tamaño del texto: AAA

 

PERSONAJES

CARRIZALES

GUIOMAR

LUIS

LOAYSA

LEONERA

 

 

La luz nos muestra, muy lentamente y de forma aún poco definida, a dos jóvenes que duermen abrazados en un camastro. Ella, apenas una niña de trece o catorce años, apoya la cabeza sobre el pecho de él, un mozo de no más de veinte. Oímos sus respiraciones profundas, serenas. La imagen es pura placidez. Pasado un tiempo, unos pasos en el exterior del aposento, el ruido de una puerta que se abre con mucho cuidado, la luz de un torzal de cera y la figura del anciano, en atavíos de dormir, que ve… lo que nunca quisieron ver sus ojos. El tiempo parece detenerse, pero no así la angustia. El señor Carrizales siente que va a morir. Pero antes sale silenciosamente de la estancia. La pareja de durmientes es puro sosiego. El anciano vuelve con una soga, pero enseguida comprendemos que no sabe qué hacer con ella, y finalmente se siente incapaz de utilizarla. Se aproxima un poco más al lecho y observa detenidamente a la pareja. Se sienta en un taburete. El anciano sabe que va a morir. Ambos jóvenes duermen como si hubieran tomado un ungüento con propiedades somníferas. El anciano se aproxima a la puerta y silba, suavemente. Vuelve a silbar dos veces más hasta que aparece la esclava negra.

CARRIZALES: Si no fueras negra, se te notaría palidecer.

GUIOMAR: Ay, mi señor, ¿qué es esto?

CARRIZALES: Esa pregunta me he hecho yo, y la respuesta se me clava en el corazón como una daga.

GUIOMAR: Ay, ay, ay, ay.

CARRIZALES: No des voces y para quieta, que les vas a despertar.

GUIOMAR: Señor, le juro que yo no tengo nada que ver.

CARRIZALES: Habla quedo, y quédate quieta. Mira, Guiomar, que tenemos que actuar con presteza y diligencia.

GUIOMAR: Ay, señor, ¿qué está usted diciendo?

CARRIZALES: Cuando despierten, que despertarán, intentarán escapar. Sobre todo el muchacho. Toma esta llave y saca de su encierro a Luis, no le des explicaciones, le agarras y le traes. Rápido, Guiomar. Nos va algo más que la vida en ello.

GUIOMAR: Ay, mi señor, miedo me da oírle habla así, ¿qué es lo que usted va a hacer?

CARRIZALES: Morderte como no te des prisa, vuela, esclava, vuela.

Sale la esclava. El anciano contempla a los dos muchachos, mientras juguetea con un pañuelo que saca de sus ropas. Hay un cambio de postura en los durmientes que enseguida se reacomoda en abrazo. El anciano se lleva la mano al pecho, le cuesta respirar, se sienta con dificultad. Aparece Guiomar que trae a Luis trincado de la cintura.

CARRIZALES: Escúchame, Luis: quiero que te agazapes aquí y cuando veas que el muchacho despierta has de actuar con presteza y amarrarle, mientras tú, Guiomar, has de hacer lo propio con Leonora, y, lo más importante, amordazarla con este pañuelo, que temo que si oigo sus mentiras no habré de soportar el tiempo de una hora con vida. Habréis de actuar los dos con extrema diligencia y aprovechar la ventaja que tenemos, que el muchacho tiene traza de escaparse como pez. Y ahora, llegados a este punto, me vais a contar cómo hemos llegado hasta aquí. Primero, tú, Luis.

LUIS: ¿Qué dice, señor? No sé qué dice.

CARRIZALES: ¿Te sobornó con dinero?

LUIS: No, señor, dinero no.

CARRIZALES: ¿Con qué entonces?

LUIS: Yo estaba durmiendo como un bendito y de repente estoy aquí, yo aquí no he entrado nunca, no entiendo cómo estoy aquí porque yo tengo entendido que aquí no puedo estar.

CARRIZALES: Hoy sí, que ya todos mis cuidados han resultados vanos. No me mientas, Luisillo, ni tú, Guiomar, que se me escapa la vida y si he de morir sin honra hay algunas cosas que debo saber. ¿Quién es este joven? ¿Conocéis su nombre? ¿Su estado y condición? (Luis y Guiomar cruzan furtivas miradas.) –Lo que me entristece es no alcanzar a comprender en qué me he podido equivocar. Le di hacienda, vestidos, riqueza y honor. Siempre la traté con dulzura, nunca la levanté la voz, púsele esclavas…

GUOIMAR: Si hubiera entrado un poco de luz…

CARRIZALES: ¿Cómo dices?

GUIOMAR: Nada, señor.

CARRIZALES: Luisillo, ¿cómo entró? En esta casa, desde hace un año, un mes, cinco días y nueve horas, desde que está aquí Leonora como esposa mía que es, no ha entrado sino el viento. Una sola vez al día salimos a la iglesia y es tan temprano que a nadie vemos, con nadie platicamos y cuando el sol es aún algo extraño, ya estamos de vuelta recogidos y seguros en nuestra casa, fortaleza de mi honra, monasterio de mi dicha y palacio de mi vejez. Una sola llave existe que es llave maestra de todas las cerraduras de la casa, y es desde hace un año, más que llave, apéndice mía, pues conmigo vive pegada al cuerpo. Ay, parece que despierta el joven. Presto, Luis, a hacer lo que te dicho.

LUIS: Sí, señor. ¿Puedo preguntarle qué piensa hacer usted después? He oído decir que estas cosas acaban muy malamente.

CARRIZALES: La honra mancillada sólo tiene una cura.

LUIS: Ay, mi señor.

CARRIZALES: Atento, Luis, que despierta.

El muchacho despierta, y sin tiempo para reaccionar, Luis se abalanza sobre él y le consigue doblegar, atándole a alguna pata o saliente de la cama.

LOAYSA: ¡Qué es esto, por los mil demonios! Luis, ¿así me pagas todo lo que he hecho por ti?

CARRIZALES: Veo que ya os conocéis.

Leonora despierta también, pero es un gorrión en manos de una osa, y antes de que pueda comprender algo de lo que ocurre, se encuentra bien atada y amordazada.

LOAYSA: Señor, ¿qué vais a hacer?

CARRIZALES: Platicar un poco ahora y después morirme. Me falta rellenar el ínterin. Leonora, cielo mío, no me miréis así. Si os doy la espalda es para que vuestra mirada desesperada no desespere aún más el alma de este viejo. ¿Quién sois vos, joven, y cómo habéis podido entrar aquí?

LOAYSA: Mi nombre es Loaysa y entré… cantando, señor.

LUIS: Yo no le quería dejar entrar, mi amo, me pidió agua y yo no se la quise dar. Le escuchaba cantar todas las noches, ay, mi amo, que la vida es larga en este pajar oscuro y yo soy con las tonadas como un sediento con el agua, eso es, me pidió agua y yo no se la quise dar. Le dije que aquí no se podía entrar. Decidle a mi amo cómo me negué hasta treinta mil veces a daros agua y cómo os expliqué que aunque quisiera hacerlo no podría por no tener yo llave alguna y vivir encerrado entre la puerta de la calle y la puerta que comunica con el interior de la casa, decidle a mi amo la verdad, señor Loaysa, para que mi amo sepa toda la verdad y vea cuánto pueda fiar de mí.

LOAYSA: No miente, y aun se queda corto, que nunca vi, con perdón, esclavo más testarudo y cabezón, pero os ruego escuchéis a…

LUIS: Agradecido le quedo, señor Loaysa, y dígale también a mi amo cómo acerté a explicarle la condición de mi amo, que es el hombre más celoso del mundo y cómo os dije que aquí no vive, a excepción de mi amo, nada ni nadie que varón sea, y cómo de aquí ha sido desterrado todo vestigio del género masculino, de manera que no canta gorrión ni gato maúlla ni perro ladra. Y cómo os dije que el otro día me vi obligado a matar una lagartija, porque me entró la sospecha de que pudiera ser lagartijo, y a una taimada cucaracha la aplasté de un zapatazo porque tenía toda la traza de ser un cucaracho disfrazado. Y he dicho zapatazo y mal he dicho porque aquí no hay zapatos, sino únicamente zapatillas. Hay plantas, pero no puede haber plantos, o sea que aquí se puede llorar pero nunca en silencio, sino en calma, no hay geranios, rosas sí, pero no narcisos, sí orquídeas, pero no pensamientos. Aquí no se puede dormir de costado, sino de cadera, no hay viento sino brisa, no hay portentos sino maravillas y no entra un minúsculo rayo de sol, pues todo es penumbra, y sólo se pueden comer platos de cuchara por no haber tenedores ni cuchillos, pero no en platos sino en tazas, y en fin, señor, aquí no hay amor, sólo desgracia, y si tenéis sed iros a buscar un caño donde beber, o mejor una fuente, pero nunca un manantial. ¡Ay, señor Loaysa, si no hubierais cantado…!

CARRIZALES: Ahí quería yo llegar, señores míos. ¿Cómo toda una fortaleza cae rendida a un juglar? Decidme, muchacho, quién sois vos, y desde cuándo una tonadilla hace saltar cerrojos, y hacedlo sin rodeos, que ya noto los dedos de la muerte acariciar mi nuca.

LUIS: Él, señor, es un pobre estropeado de una pierna que se gana la vida pidiendo por Dios a la buena gente, y junto con eso enseña a tañer algunos morenos y otra gente pobre  de modo que pueden cantar y tañer en cualquier baile y en cualquier taberna, y le han pagado muy rebién. (Y sin pensárselo un segundo, el negro coge la guitarra y se lanza a cantar. Es evidente que le faltan aún muchas lecciones para consumar su arte, aunque el negro canta y tañe con una confianza envidiable.) –Pero como luego se pudo ver su cojera y estropeamiento no nacía de enfermedad sino de industria…

CARRIZALES: ¿Quién sois, zagal, además de responder al nombre de Loaysa?

LOAYSA: ¿Qué importa señor?

CARRIZALES: Importa, claro que importa. He de conocer el estado y condición de quien me ha de matar. Y, por lo que más quieras, Luis, dejad que hable él, que sabrá explicarse muy bien solo.

LOAYSA: Es sencillo, señor; guardó usted tanto y con tanto celo, que despertó en mí a ese animal que llamamos curiosidad. Acerté a mirar un día su casa y viéndola siempre cerrada, le tomé gana de saber quién vivía en ella. Hice algunas diligencias, supe de su condición de celoso en extremo y de la hermosura de su esposa y todo ello encendió mi deseo de ver si por fuerza o industria podríamos expugnar aquella fortaleza… Mi nombre ya le conocéis, soy soltero, vivo ocioso y… canto canciones.

El anciano mira a Leonora, que no hace otra cosa que negar con la cabeza.

CARRIZALES: ¿Cómo pudisteis cogerme la llave?

LOAYSA: ¿Importa, señor?

CARRIZALES: Importa, claro que importa. En los detalles está la sal de la vida, y en este caso, de la muerte, pues así sabré cómo se han ido trabando los rizos de la soga que ciñe mi cuello.

Leonora niega con la cabeza y se agita.

LUIS: Pero antes de la llave, mi amo, antes de la llave, cuando llegamos a la llave…

LOAYSA: Antes de la llave pude proporcionar a Luis unas tenazas y un martillo…

CARIZALES: Imposible. ¿Cómo? ¿Por dónde? ¿Cómo lo hicisteis?

LOAYSA: Quitando un trozo de tierra del quicio de la puerta.

CARRIZALES: Ah, ya. ¿Y con qué intención?

LOAYSA: Con la de quitar los clavos de la cerradura.

CARRIZALES: Y poder así pasar al aposento donde Luis duerme y… vive. ¿Verdad, Luis?

LUIS: Yo no vivo, señor. Yo merodeo. Vivo en un intermedio. Entre las puertas de la casa y las de la calle, en un camastro, aquí vivo, pero yo no soy hombre ni varón, señor, yo soy negro, todo dicho con eso. (A Loaysa.) – ¿Y vos, quién sois vos?

LOAYSA: Eso me dijo, señor, la primera vez que le pedí agua. Luis es elocuente y con una gracia singular y única, y noble en extremo.

CARRIZALES: Sí, ya lo creo. Habíais logrado pasar al pajar de Luis, Dios mío, y supongo que luego volveríais a poner los clavos en la chapa de manera que no se notara nada. Bien. Cada paso que dais, mozo, cada pequeña conquista, cada avance vuestro, es una aproximación del veneno al centro de mi corazón. Noto de una manera precisa y contumaz cómo me muero. Sigamos. ¿Cómo es posible que yo no oyera los golpes al desclavar la cerradura?

LUIS: Dormís lejos, señor, y fui cauto.

CARRIZALES: Miserable, Luis, y malnacido. Si tanto te gustaba canturrear, ¿por qué no me lo dijisteis? Yo os hubiera traído un maestro.

GUIOMAR: Sí, claro, siempre dais lo que se os pide.

CARRIZALES: ¿Qué farfullas, Guiomar?

GUIOMAR: Nada, señor, oír, ver y callar.

CARRIZALES: ¿Y taparías con barro y paja el agujero?

LUIS: ¿Qué agujero?

CARRIZALES: El que te voy a hacer a ti en el pescuezo. ¡El agujero por donde este truhán introdujo martillo y tenazas!

LUIS: Así es, señor. Hice un trabajo fino, perdone que me dé estos aires. Nadie se hubiese dado cuenta a no habérselo dicho yo.

CARRIZALES: Desde luego. ¿Los tenéis?

LUIS: ¿Qué, señor?

CARRIZALES: Las tenazas y el martillo.

LUIS: ¿Importa, señor?

CARRIZALES: Importa, claro que importa. Quiero ver y tocar los instrumentos que me torturan. ¿Los tenéis?

LUIS: Bien ocultos los tengo.

CARRIZALES: Traedlos.

Luis sale.

CARRIZALES: Bien, joven, bien, ya estáis dentro. Todo marcha a la perfección. ¿Qué pasa después?

LOAYSA: Canto, señor, canto sin parar.

GUIOMAR: ¡Y cómo canta, Dios mío!

CARRIZALES: No cantéis, os lo ruego. No, ahora. Tiempo habrá de asestarme la puntilla. Yo bajo todas las mañanas a abrir al despensero, abro la puerta de en medio y la de la calle, y por el torno introduce éste la comida. Llamo a Luis para que dé de comer a las mulas y le doy a él su ración. ¿Todo esto que me contáis pudo ocurrir con vos dentro, oculto en el pajar, y yo ignorante de cómo la serpiente entraba en mi nido? Esto marcha, señores, esto marcha. Mi corazón está sitiado. (Entra Luis con las tenazas y el martillo.) –Oh, dejádmelos ver y tocar.

LUIS: Mire, mi amo, cómo he aprovechado las licciones del señor Loaysa, ¿le agrada a usté, mi amo?

Luis vuelve con la murga, murga con la que experimenta, eso sí, una felicidad indecible. Tañe y canta mientras el anciano toca delicadamente las herramientas. Guiomar no puede más y le arranca la guitarra de las manos…

GUIOMAR: Ay, qué lástima no te atragantaras, mala idea tuvo usted, señor Loaysa en hacerle cantar, que eso no es canto sino de piedra.

LUIS: El señor Loaysa me enseñó.

CARRIZALES: Sigamos apretando un poco. Os tenemos dentro, a los dos, en un aposento que no tiene comunicación con el interior de la casa sino a través de un torno… Dejadme pensar…

LUIS: ¿Quiere que le dé una pista, mi amo?

GUIOMAR: No hará falta, sólo hay una senda por la que andar.

CARRIZALES: Enséñamela tú, Guiomar.

GUIOMAR: ¿Y no se enojará mi amo?

CARRIZALES: ¿Enojarme? Ya no. Morirme, sí. Guíame, Guiomar.

GUIOMAR: Ay, qué apuro, mi amo, que yo le juro que no sabía lo que iba a suceder, pero las cosas ocurrieron y bien sabe usted que cuando las cosas ocurren uno no las puede parar…

CARRIZALES: Al grano.

GUIOMAR: Eso es, al grano lo que es de Dios y a cada cual lo suyo, discúlpeme mi amo, ¿ha desayunado ya? ¿Me puedo ir?

CARRIZALES: ¿Adónde has de ir? Guiomar, para quieta. Me ibas a mostrar la senda.

LUIS: Está arrebatada de nervios y empieza a decir bellaquerías sin límite, bien la conozco. Si la hacéis caso, se inventa la novela.

CARRIZALES: Guiomar, escúchame.

GUIOMAR: ¡Ayyyyy!

CARRIZALES: ¿Qué teméis?

GUIOMAR: ¿Qué dice que he hecho yo, mi amo? Todas las ventanas y las contraventanas, señor, se abrieron cuando le oí cantar, y un olor a fresno que reventaba el pecho y se cayeron todos los cerrojos y todas las trancas y los muros y llegó un aire fresco de la montaña, mi amo, cuando le oí cantar al muchacho, y todas las puertas se abrieron e hízose la luz y saltaron a bailar todas las zagalas que duermen en mí y olía a abedul y a tomillo y a yerbabuena y el sol rebotaba por las paredes y por los enseres, y ya no pude parar, mi amo, ya no pude parar… (Empieza a bailar, muy serena, oyendo la música dentro de sí.)

LUIS: Bellaca perdida.

CARRIZALES: ¿Con el torno por medio, si no me he perdido, cantasteis sones embelesadores a través del torno?

LOAYSA: Así es, señor. Recuerdo ese momento como si fuera ahora. ¿Queréis que cante lo que canté?

CARRIALES: Ni se os ocurra, he de morir en el momento adecuado. Cantabais, cantabais, cantabais… Vos y el negro traidor, en el pajar, y Guiomar os escuchaba a través del torno y perdía la sesera… ¿Cuándo apareces tú, mi niña, cuándo te abrasas? Decidme, caballero, por Dios, ¿cómo entrasteis?

LOAYSA: Yo os lo contaré todo en un santiamén, señor, sé de atajos para hacerlo, pero antes os suplico…

CARRIZALES: Nada de atajos, quiero la novela entera.

LOAYSA: Sí, pero quitad la mordaza a Leonora y escuchad lo que tiene que deciros, que si lo dijera yo no me creeríais.

CARRIZALES: Todo a su tiempo, no quiero contratiempos. ¿Cómo entrasteis, cómo entrasteis, si duermo con la llave pegada al cuerpo, cómo entrasteis, por todos los demonios, cómo entrasteis?

GUIOMAR: El señorito trajo unos polvos que le durmieron a usted como un verraco, con perdón…

LOAYSA: No, Guiomar, esa opción se desechó.

GUIOMAR: ¿Ah, sí? Yo juraría haberle puesto al amo unos polvos en el vino que le harían dormir durante tres meses.

LUIS: Sí, pero antes hicimos un agujero en el torno para que Leonora pudiera ver a Loaysa.

LOAYSA: Antes hay que decir que en todo momento contábamos con la ayuda de unos virotes amigos míos que desde fuera nos prestaron una ayuda importantísima.

LUIS: Y cuando la señora ama vio al galán ya no pudo desprenderse y volvióse un poco majadera también.

Leonora se desespera y niega con la cabeza.

GUIOMAR: Ay, mi amo, que yo le hice jurar al señorito que sus intenciones habían de ser honradas.

LOAYSA: Y yo juré que… mis intenciones habían de ser honradas.

LUIS: Fue entonces cuando la negra dejó pasar al galán.

LOAYSA: Por partes, amigos, por partes. Mis amigos trajeron un ungüento que habría que untar en las sienes y en los pulsos de su persona.

Leonora ruge tras la mordaza.

GUIOMAR: ¡Ay, que me lío! Si fui yo quien se lo pasó a la señora por la gatera de la habitación. Pero como antes habíamos hablado de unos polvos en el vino para dormirle a usted, me había liado. Fuera vino.

LUIS: Nada de eso, vino adentro. Mientras cantábamos no dejábamos de darle a la bota, bota pa aquí, bota pa allá… que seca la garganta, ni ruge ni canta.

LOAYSA: Bien, le aseguro, señor, que el ungüento no tenía ningún peligro para su vida. Eso sí, usted se quedaría dormido como un bendito durante mucho tiempo y nosotros tendríamos toda la libertad del mundo.

Ahora sí, y sin pedir permiso, Loaysa se lanza a tañer y cantar. Los dos esclavos se agarran y empiezan a bailar.

«Madre, la mi madre,

guardas me ponéis,

que si yo no me guardo,

no me guardaréis.

Dicen que está escrito,

y con gran razón,

ser la privación

causa de apetito.

Crece en infinito

encerrado amor,

por eso es mejor

que no me encerréis,

que si yo no me guardo,

no me guardaréis.

Si la voluntad

por sí no se guarda,

no lo harán guarda

miedo o calidad:

romperá, en verdad,

por la misma muerte,

hasta hallar la suerte

que vos no entendéis,

que si yo no me guardo,

no me guardaréis.

Quien tiene costumbre

de ser amorosa,

como mariposa

se irá tras su lumbre,

aunque muchedumbre

de guardas le pongan,

y aunque más propongan

de hacer lo que hacéis,

que si yo no me guardo,

no me guardaréis.

Es de tal manera

la fuerza amorosa,

que a la más hermosa

la vuelve en quimera:

el pecho de cera

de fuego la gana,

las manos de lana,

de fieltro los pies,

que si yo no me guardo,

no me guardaréis»

 

El anciano, que ha contemplado y escuchado la escena con suma atención e interés, mira abiertamente a Leonora, que le devuelve una mirada implorante. No hay enojo ni ira en la expresión del viejo. Antes bien, una profunda tristeza emana de él, en contraste con la alegría y locura que le rodea.

CARRIZALES: He notado cierta intención en la letrilla… en fin. ¡Toda la libertad del mundo! ¡Toda la libertad del mundo para cantar, bailar y… robarme la llave, la honra y la vida!

Silencio. El anciano se levanta, ensimismado, y pasea por la habitación.

CARRIZALES: Como todas las noches Leonora dormía junto a mí, y yo cerré con llave la puerta de la habitación. Malditos ratones que nos obligan a tener gatos en la casa, que nos obligan a tener gateras en las puertas. Guiomar le dio el ungüento a Leonora por la maldita gatera, ungüento proporcionado por los amigos criminales de este criminal que canta coplillas. (A Leonora.) – ¿Untaste el ungüento por mis sienes y mis pulsos? (Leonora irá contestando a todo el interrogatorio que sigue de diversas maneras, con afirmaciones, negaciones, dudas y tal vez, alguna mentira.) –En algún momento, ¿me estremecí? ¿Estuve a punto de despertar y te sobresaltaste? ¿Quedé como muerto? ¿Ronqué mucho? Ruego me disculpen. ¿Te aseguraste una y mil veces de que estaba dormido como un tronco? ¿Me zarandeaste, primero con sumo cuidado y luego cada vez  más hasta estar segura de que dormía como un… verraco? Y encontraste la llave debajo de mi cuerpo. Y se la diste a través de la maldita gatera a esta esclava miserable… ahora volvemos a la llave. Pero dime antes… ¿te dio pena este viejo? (Pausa.) – ¿O por el contrario tu corazón saltaba de alegría? (Silencio.) –Esto ya es fácil deducirlo, si cuando levanté esta mañana tenía la llave, con algún molde sacaríais copia, evidente… Y taparíais con cera el agujero del torno, claro… Ese agujero que os mostró en todo vuestro esplendor a los ojos de esta muchacha, que harías con una barrena, supongo… Ese detalle os hubiera delatado, rebaño de delincuentes sin piedad. Cuánto ingenio para gozar a una muchacha y hacer morir a un viejo… (Leonora vuelve a negar, pero empieza a mostrar signos de agotamiento.)

LUIS: Pero yo no dejo nunca ningún cabo suelto, mi amo.

CARRIZALES: Lo celebro, Luis, si lo hubierais hecho, te hubiera ahorcado con él. Ha llegado el momento… (El anciano se acerca a Leonora. La serenidad de sus actos y sus palabras le dan un aire inquietante.) –Quiero saber qué pasó una vez que fuiste libre, pajarillo. Voy entrando en estas arenas cenagosas, de las que ya nunca podré salir. Me hundo sin remedio. Teníais la llave en la mano, la llave que os daba la libertad y a mí la muerte. Sí, sí, cantasteis, y bailasteis, y bebisteis, ya lo sé. (Mirando a Leonora.)

GUIOMAR: La señora ama no quería más que verle cantar, nada más quería, y le hizo jurar por la vida de sus padres y por todo aquello que quiere bien, señor amo, que respetaría su honra y se comportaría con recato en todo momento, fui yo la que convenció a la señora ama para dejar pasar al señorito, ¿verdad que sí, Loaysa?

LOAYSA: Verdad, verdad que yo juré como católico y buen varón que nunca mi intento fue ni sería otro que daros gusto y contento en cuanto mis fuerzas alcanzaren.

LUIS: Peligro, ya va otra vez, que la veo venir, más bellaca aún, pero distinta bellaquería.

GUIOMAR: Hacía más de un año que yo no veía a más hombre que al señor amo y a esta cosa que más que hombre parece sombra, y qué mala cosa podía suceder si entraba un rato, ¿verdad, Loaysa?

LOAYSA: Hay algunos pasajes oscuros que podíamos obviar, creo yo.

GUIOMAR: Oscuros porque soy negra, ¿verdad? Cuéntale al mundo, Loaysa, cómo sin mis carnes…

LOAYSA: ¿Qué dices, necia? Nada sé yo de tus carnes.

GUIOMAR: Eso es cierto, que todo se dio al traste y me quedé más prendida que este torzal de cera, pero sabe Dios que me faltó poco para refocilarme con él.

LOAYSA: Señores, Leonora, esta mujer tiene el entendimiento en…

LUIS:… la entrepierna.

GUIOMAR: Al menos he ascendido a mujer, ya no soy esclava ni negra. Juro que el señor me dijo galanterías y requiebros mientras miraba mis carnes.

LOAYSA: En vuestra imaginación sería, mema. Jamás hice eso. Fue tanta su insistencia que no me quedó más remedio que jurar, eso sí, que estaría con ella un rato si antes venía y me quedaba a solas en este aposento con… Leonora.

LUIS: Una vulva que palpita es Guiomar.

GUIOMAR: Calla, negro borracho. Todavía  habéis de cumplir vuestra palabra, galán. Me tuve que emplear a fondo, mi amo. ¡Qué de vueltas, qué de quiebros tuve que dar para que esta niña entrara en éste, que es mi aposento! (A Leonora.) –Mi ama, mi adorado jilguerito, el muchacho es inocente y bueno, tan sólo os sabrá cantar al oído dulces coplas de amor. Tiene las manos blancas, ¿las notáis, suaves y delicadas, sobre las vuestras? ¿Notáis sus dedos, como pétalos de flor, acariciar vuestro cuello? Si os mira, el mundo se detiene. Si os habla, se mece el mundo. Si os canta, el mundo se tambalea… Ea, mi señora, cuán distintos han de ser los abrazos de este joven, su carne tersa como melocotón de Calanda, a esos de viejas carnes de pergamino egipciano… Ay, Dios del cielo, esos labios frescos de membrillo y frambuesa, que se posan delicadamente sobre los vuestros, ese cosquilleo de mariposas por todo el cuerpo, ese estremecimiento, ese torrente, esa catarata de fuego… ¿Quién dijo que habíamos de ser muertas en vida teniendo tanta vida, mi niña, quién nos condenó a esta oscuridad habiendo tanta luz en el mundo para empaparse de ella? Cuando se pierdan sus dedos en todos los rincones de vuestro cuerpo, cuando con sus labios acierte a descifrar cada uno de tus secretos, sentirás que ya no estás en este mundo, mi niña, sino en los abismos del cielo…

Leonora, agotada, se rinde y llora.

CARRIZALES: Callad, callad, no sois vos la que habláis, no podéis serlo, sino algún demonio que os posee… Demasiado labio y demasiados dedos… Y yo mientras dormido como un lechón, como un ternero, más inocente… que un queso manchego. Bueno, ahora sí, ahora sí ha llegado el momento… Guiomar, Luis, aflojad los nudos de la soga y dejad que tome asiento. Quiero tener en este asunto de importancia un lugar de privilegio. Hubiera podido dejar escrito que os caséis con este mancebo. ¿Os dais cuenta? Rimo en eo. Si hubiera tenido tiempo de rehacer mi testamento hubiera dejado escrito que os caséis con este mancebo y vosotros, negros, serías libres y toda mi hacienda sería vuestra, mi esposa. Quitad la mordaza a Leonora, que no quiero que sea otra voz sino la suya la que definitivamente ahogue mi débil corazón (Quita Guiomar la mordaza a Leonora, que llora desconsolada. La escena es presente para los jóvenes, están solos en el aposento. Leonora, aturdida y desorientada, deambula por la estancia. Y Loaysa canta de manera angelical.)

LEONORA: Decid vuestro nombre.

LOAYSA: Loaysa.

LEONORA: Decidlo más.

LOAYSA: Loaysa, Loaysa, Loaysa…

LEONORA: Habladme del sol.

LOAYSA: ¿No lo conocéis?

LEONORA: Lo olvidé.

LOAYSA: Sale y se va, y da vida.

LEONORA: Sonreid.

LOAYSA: ¿Así?

LEONORA: Más.

LOAYSA: ¿Así?

LEONORA: Me lo guardo para cuando vuelva a lo oscuro. Hace muy poco me daba miedo la oscuridad y saltaba de mi cama a la de mis padres. Quiero llevarme un pedacito de sol para jugar con él. Aquí me han quitado todos los juguetes porque ya me he hecho mayor, pero si tú me traes juguetes vendré a verte todas las noches.

LOAYSA: Yo quiero… jugar contigo… a lo que tú quieras… Ven, acércate un poco más.

LEONORA: No, que recuerdo que el sol quema.

LOAYSA: Sólo los soles que son muy osados, los soles como yo sólo… calientan.

LEONORA: Ya me aburre hablar del sol. Dame tu mano. Y prométeme que nunca será garra.

LOAYSA: Mi mano será tu caricia, si tú quieres, la caricia de tu pelo…

LEONORA: No, no aún, no acaricies lo que no te pertenece. Porque ahora no hay sol en tu sonrisa, hay fuego, hay prisa. Ya no me gusta tu nombre, Loaysa.

LOAYSA: Ay, lo siento. ¿Qué hacemos entonces?

LEONORA: Morirme. Tengo tanto miedo que quiero morirme. Tengo miedo de estar aquí contigo. Tengo miedo de que se despierte mi esposo. Tengo miedo de volver con mis padres. Tengo miedo de esta negra y de este negro. Tengo miedo de que te vayas, de que no vuelvas, de que vuelvas, tengo miedo de mañana, tengo miedo de los días que pasan detrás de otros días, de vestirme, de rezar, de coser, de comer, de ser una niña, de mi cuerpo que cambia, de mi olor, de mis recuerdos, tengo miedo de equivocarme a cada instante, de hablar, de reír, tengo miedo hasta de pensar porque no sé lo que tengo que pensar, tengo miedo a que me peguen, a que me insulten, a estos pasillos, a este zaguán, a estas cortinas, a estos tapices, a esta vajilla, a estas alfombras, a todas estas paredes, a todas las llaves, a todos los tornos, tengo miedo a las palabras, a los silencios, a las bromas, a los juegos, a los libros… a dormirme, a despertarme, a seguir viviendo, tengo miedo, Loaysa, tengo miedo…

Largo silencio.

LOAYSA: Canté porque sabía que el negro era la columna por donde habría de derribar este edificio…

LEONORA: ¿Tienes sueño?

LOAYSA: Urdí, persuadí, mentí, sudé, temí, gocé… luché lo indecible para llegar hasta aquí.

LEONORA: ¿Te quieres dormir conmigo?

LOAYSA: Y ahora resulta que no puedo con mi alma y que me caigo de sueño.

LEONORA: Durmamos.

LOAYSA: Sí, pero con un ojo despierto, no vaya a ser que nos descubra tu esposo.

LEONORA: Sí, apenas un rato.

LOAYSA: Un momento.

LEONORA: ¿Me abrazas?

LOAYSA: ¿Puedo?

LEONORA: Ahora sí.

LOAYSA: El lobo…

LEONORA: Se ha vuelto cordero.

LOAYSA: ¿Tan seguras estás?

LEONORA: Sí.

LOAYSA: ¿Y eso?

LEONORA: Tus manos.

LOAYSA: ¿Qué les pasa a mis manos?

LEONORA: Son abrigo.

LOAYSA: Ah.

LEONORA: Y tu pecho.

LOAYSA: ¿Qué le pasa?

LEONORA: Es almohada.

LOAYSA: Sí.

LEONORA: Y tus ojos.

LOAYSA: Mis ojos, ¿qué?

LEONORA: Se mueren.

LOAYSA: ¿Se mueren?

LEONORA: De sueño.

Quedan dormidos, en la misma postura que habría de encontrarlos el señor Carrizales instantes después. Los contemplamos largamente en silencio. Después, un grito desgarrador nos devuelve a la escena y vemos el cuerpo de Carrizales tirado en el suelo. Guiomar hace aspavientos y Luis se agarra a la guitarra, no sabemos si protegiéndola o protegiéndose con ella. El grito despierta a los dos durmientes.

GUIOMAR: Ay, qué susto me ha dado. Se me ha caído encima.

LEONORA: Señor, mi señor…

LOSYSA: Este hombre está muerto.

LEONORA: Señor, no os muráis, escuchadme…

LOAYSA: No puede escuchar.

LEONORA: Es importante que oigáis lo que tengo que deciros…

LOAYSA: Es inútil, Leonora. Está muerto.

LEONORA: No, señor, no hay razones, vuestra honra está intacta.

GUIOMAR: Sí, claro, y yo soy blanca.

LEONORA: Señor, tomad mi mano, y agarrad la vida… Castigadme cien y mil veces por engañaros, por escaparme de vuestro lecho, por hundiros en el sueño, por… desear lo que no debo, por haber reído y disfrutado… pero, oídme bien, esta niña sigue siendo vuestra, nadie que no seáis vos ha pisado esta playa, nadie ha surcado estos cielos de mi honra, que siguen siendo vuestros…

LUIS: Ay, qué pena tengo.

LEONORA: Os lo quise decir, pero me amordazasteis, os supliqué, os imploré para poder explicaros, pero me amordazasteis…

LOAYSA: Luis, amigo, ayúdame a llevarle al lecho.

LUIS: Sí, que es mala esa postura.

GUIOMAR: ¿Y qué más da, si es postura de muerto?

Loaysa y Luis transportan el cadáver al camastro.

LOAYSA: Leonora, volved.

LUIS: ¿Adónde se ha ido mi ama?

LOAYSA: A sí misma.

LEONORA: Luis, has de ir a toda prisa a llamar a mis padres.

LUIS: ¿Y cómo he de salir de esta casa?

GUIOMAR: Necio, ¿y qué cosa te lo impide?

LUIS: Si se entera mi amo, me descuartiza como a pollo de corral.

GUIOMAR: ¿Tu amo, mastuerzo? ¿Dónde está tu amo ahora?

LUIS: Ay, qué pena tengo.

LEONORA: Aprisa, Luis, dos calles más abajo. (Sale Luis corriendo.) –Y tú, Loaysa, sin decir palabra, sin hacer una mueca ni un gesto, coge tu guitarra y sal de aquí. Y no vuelvas nunca más. No, no hables, ya sucumbí una vez y el mundo entero se ha desplomado. No te guardo rencor, no temas, pero prefiero borrar tu recuerdo. Vete lejos.

Loaysa, perplejo y decepcionado, coge su guitarra y va salir. Se detiene. Y deja la guitarra.

LOAYSA: Para Luis.

Sale.

LEONORA: Ven, Guiomar. No temas nada de mí. Eres libre.

GUIOMAR: Ay, qué alegría tengo y qué felicidad, mi ama, qué alegría… ¿Y qué hago ahora, mi ama? ¿Qué hago ahora que soy libre? ¿Qué hace una mujer negra, pobre, vieja y fea ahora que es libre?

LEONORA: Mis padres te ayudarán a buscar casa y empleo. O tal vez ellos mismos, que ya son mayores, te necesiten. Pero no serás esclava nunca más. Serás su criada.

GUIOMAR: Ay, qué alegría tengo y qué felicidad, mi ama.

LEONORA: No, Guiomar, ama no, esclava nunca más.

GUIOMAR: Y vos, mi señora, ¿qué haréis, que habláis como si fuerais a desaparecer del mundo?

LEONORA: Eso haré. Recogerme con Dios. Y cuando me pueda escuchar, cuando estemos solos Él y yo, sin miedo, Guiomar, porque Dios es amor, preguntarle dónde estaba Él cuando el señor Carrizales me llevó al lecho y me desnudó. Tuve tanto miedo ese día, Guiomar, que mis alas siguen paralizadas, peor que rotas. Por eso quiero preguntarle a Dios si Él nos veía, si me oía rogar en silencio, si escuchaba mis súplicas…

GUIOMAR: Ay, mi niña, no lloréis…

LEONORA: Al menos sé que podré leer y estudiar en un convento. Y yo sé que Dios tiene respuestas para todo. Y si no… sabré defenderme de gacelas, e incluso de algunas hienas, pero nunca más tendré que huir del lobo.

GUIOMAR: ¿Será Dios varón, mi señora?

LEONORA: No lo sé. Aunque tal y como va el mundo… Vamos a buscar a mis padres, que este Luis ha debido extraviarse.

GUIOMAR: ¿Pobre Luis, qué será de él?

LEONORA: Te acompañará en la suerte, no temas.

GUIOMAR: ¿Y el viejito?

LEONORA: Mis padres se ocuparán de todo.

GUIOMAR: Me da pena, fíjate tú si seré tonta.

LEONORA: Era un hombre bueno, muy bueno, pero los viejos no tienen que acostarse con las niñas, Guiomar.

Salen ambas. Durante unos instantes queda solo el cadáver del señor Carrizales. Hasta que entra Luis.

LUIS: Señora, mi ama, me perdí, bajé calle abajo pero no debí doblar en la esquina adecuada y baje hasta el río y di toda la vuelta… ¿Dónde está mi ama? No están. ¡Señora ama! ¡Guiomar! No están. Yo solo aquí, con mi señor y mi amo. Ay, qué pena tengo (Descubre la guitarra.) –Está guitarra está aquí por algo. Las cosas no ocurren así como así. Veamos (Rasga unos acordes, tristes, y se pone a cantar.)

«Ay, qué pena, penita tengo que aquí yace mi amo,

sin su cuidado y sustento,

¿de qué vivirá este negro?»

Sobre la copla de Luis se hace el oscuro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Leer la obra original de Miguel de Cervantes:

El celoso extremeño