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PERSONAJES

MAHAMUT

RICARDO

LEONISA

MELISA

 

 

La historia es contada por los tres personajes elegidos quienes, por momentos, actúan de sí mismos y en otros narran las acciones y describen situaciones. Los personajes tienen conciencia de ser tales, de ahí los comentarios a veces burlones sobre la exposición de sus compañeros. El tono es irónico y a la vez respetuoso. La versión pretende ser un juego metaliterario/metateatral. Más allá de la o las anécdotas de época, El amante liberal narra sucesos dramáticos y dolorosos: el cautiverio lejos de la patria, la alegría por la libertad, el regreso a casa y a los propios.

 

MAHAMUT: En 1570 el Imperio Otomano invadió Chipre, que estaba en poder de la República de Venecia. En pocas semanas los otomanos ocuparon Nicosia, la capital. En Trápana, en Sicilia, vivía Leonisa, doncella cuya hermosura cantaban los poetas. Ricardo estaba enamorado de Leonisa y no era correspondido. Ella estaba enamorada de Cornelio. Leonisa y Ricardo fueron secuestrados por los turcos y llevados a Chipre. Cornelio consiguió huir. Leonisa murió en el mar durante una tempestad.

RICARDO: Un día en que me lamentaba de mi suerte frente a las ruinas de Nicosia, apareció Mahamut a consolarme. Mahamut era un renegado, es decir un cristiano también cautivo que se había hecho turco. (Se dirige a Mahamut.) –Déjame que te cuente, Mahamut, la triste historia de Leonisa, doncella de Trápana a quien la fama daba nombre de la más hermosa mujer que había en toda Sicilia, por quien decían todas las curiosas lenguas que era la de más perfecta hermosura que tuvo la edad pasada, tiene la presente y espera tener la que está por venir, que tenía los cabellos de oro y eran sus ojos dos resplandecientes soles, sus mejillas purpúreas rosas, sus dientes perlas, sus labios rubíes, su garganta alabastro; y que sus partes con el todo, y el todo con sus partes, hacían una maravillosa y concertada armonía, esparciendo sobre todo una suavidad de colores tan natural y perfecta que jamás pudo la envidia hallar cosa en que ponerle tacha.

MAHAMUT: La conozco, yo también soy de Sicilia. Es Leonisa, la hija de Rodolfo Florencio.

RICARDO: Por la historia de Leonisa mis ojos han derramado lágrimas sin cuento. Porque has de saber que desde mis tiernos años no sólo la amé. La adoré como si no hubiera en la tierra ni en el cielo otra deidad a quien se pudiera adorar. Sabían sus padres mis deseos y jamás dieron muestra de que les pesase, considerando que iban encaminados a fin honesto y virtuoso. Sé que muchas veces se lo dijeron a Leonisa, para que por su esposo me recibiese. Mas ella tenía puestos los ojos en Cornelio, mancebo galán, atildado, de blandas manos y rizados cabellos, de voz meliflua y de amorosas palabras, y, finalmente, todo hecho de ámbar, guarnecido de telas y adornado de brocados.

LEONISA: Ricardo supo que mis padres y yo, y Cornelio y los suyos, nos íbamos a solazar en el jardín que está cercano a la marina. Lo supo Ricardo y le ocupó el alma una furia, una rabia y un infierno de celos, con tanta vehemencia y rigor, que lo sacó de sus sentidos, se fue al jardín donde estábamos y nos halló debajo de un nogal sentados a Cornelio y a mí.

MAHAMUT: Ricardo se quedó como estatua sin voz ni movimiento alguno. Pero no tardó mucho en despertar el enojo a la cólera, y la cólera a la sangre del corazón, y la sangre a la ira, y la ira a las manos y a la lengua.

RICARDO: (A Leonisa.) –Contenta estarás, ¡oh enemiga mortal! Llégate, llégate, cruel, un poco más, y enrede tu yedra a ese inútil tronco que te busca; peina o ensortija aquellos cabellos de ese afeminado. Acaba ya de entregarte a los fogosos años de ese mozo, y así, perdiendo yo la esperanza de alcanzarte, acabe con la vida que aborrezco. ¿Piensas que este mozo, altivo por su riqueza, arrogante por su gallardía, inexperto por su edad, confiado por su linaje, ha de querer, ni poder, ni saber guardar firmeza en sus amores, ni estimar lo inestimable, ni conocer lo que conocen los maduros y experimentados años? No lo pienses. En los pocos años está la inconstancia mucha; en los ricos, la soberbia; la vanidad, en los arrogantes, y en los hermosos, el desdén; y en los que todo esto tienen, la necedad, que es madre de todo mal suceso. Y tú, Cornelio, ¿por qué no te levantas de ese estrado de flores donde yaces y vienes a sacarme el alma, que tanto la tuya aborrece? Y no porque me ofendas en lo que haces, sino porque no sabes estimar el bien que la ventura te concede; y se ve claro que le tienes en poco, en que no quieres defenderle por no ponerte a riesgo de descomponer la afeitada compostura de tu vestido. Vete, vete, y recréate entre las doncellas de tu madre, y allí ten cuidado de tus cabellos y de tus manos.

MAHAMUT: (A Ricardo.) –Ricardo, solicito un poco de recato en las descripciones y afán de síntesis en el contar.

Pausa.

Narrando.

A todas las anteriores razones jamás se levantó Cornelio del lugar donde estaba sentado. Se quedó mirando, sin moverse; y a las levantadas voces con que Ricardo le habló, se fue llegando la gente y se pusieron a escuchar otros más impropios que a Cornelio dijo Ricardo; el cual, tomando ánimo con la gente que acudió, porque todos o los más eran sus parientes, dio muestras de levantarse; mas, antes que se pusiese en pie, puso Ricardo mano a la espada y acometióle, no sólo a él, sino a todos cuantos allí estaban.

LEONISA: Apenas vi relucir su espada, me desmayé, cosa que puso a Ricardo en mayor coraje y mayor despecho.

RICARDO: (Hace como que lucha.) –Y no te sabré decir si los muchos que me acometieron atendían no más de a defenderse, como quien se defiende de un loco furioso, o si fue mi buena suerte y diligencia, o el cielo, que para mayores males quería guardarme; porque herí siete u ocho de los que hallé a mano. A Cornelio le valió su buena diligencia, pues fue tanta la que puso en los pies huyendo, que se escapó de mis manos.

MAHAMUT: Estando en este tan manifiesto peligro, cercado de sus enemigos, socorrió a Ricardo la ventura con un remedio que fuera mejor haber dejado allí la vida. De improviso dieron en el jardín cantidad de turcos de dos naves que habían desembarcado sin ser sentidos de los centinelas. Cuando sus contrarios los vieron dejaron solo a Ricardo. De cuantos en el jardín estaban, los turcos cautivaron a Ricardo y a Leonisa, que aún estaba desmayada. A Ricardo lo cogieron con cuatro heridas, vengadas antes por su mano con cuatro turcos que dejó sin vida tendidos en el suelo. Luego se hicieron a la mar.

LEONISA: Hicieron recuento por ver qué gente les faltaba y, viendo que los muertos eran cuatro soldados de los mejores, quisieron tomar en Ricardo la venganza; y así el turco que era jefe mandó que lo ahorcaran. Todo esto estaba yo mirando, que ya había vuelto en mí; y, viéndome en poder de los cosarios, derramaba yo abundancia de hermosas lágrimas, y, torciendo mis manos delicadas, estaba atenta a ver si entendía lo que los turcos decían. Uno de los cristianos del remo me dijo en italiano que el jefe mandaba ahorcar a aquel cristiano porque había muerto en su defensa cuatro de los mejores soldados. Dije al cautivo que dijese a los turcos que no lo ahorcasen, porque perderían un gran rescate, y que les rogaba volviesen a Trápana.

RICARDO: Oyendo los turcos lo que el cautivo les decía, le creyeron, y les mudó el interés. Por la mañana, alzando bandera de paz, volvieron a Trápana.

MAHAMUT: Llegados a la ciudad, entró en el puerto una nave y la otra se quedó fuera; luego todo el puerto y la ribera se llenó de cristianos.

RICARDO: El lindo de Cornelio desde lejos miraba lo que en la nave pasaba.

LEONISA: Acudió luego un mayordomo de Ricardo a tratar el rescate de su amo.

RICARDO: Al cual dije que de ninguna manera tratase de mi libertad, sino de la de Leonisa, y que diese por ella todo cuanto valía mi hacienda; y más, le ordené que volviese a tierra y dijese a los padres de Leonisa que me dejasen a mí tratar de la libertad de su hija.

MAHAMUT: Hecho esto, el jefe de los turcos pidió por Leonisa seis mil escudos, y por Ricardo cuatro mil, añadiendo que no daría el uno sin el otro.

RICARDO: Pidió esta gran suma, según después supe, porque estaba enamorado de Leonisa y quería pagarle cinco mil por ella al jefe de la otra nave, con quien había de partir el botín. Los padres de Leonisa no ofrecieron de su parte nada, atenidos a mi promesa. Así, después de muchas demandas y respuestas, concluyó mi mayordomo en dar por Leonisa cinco mil y por mí tres mil escudos.

LEONISA: Aceptaron los turcos. Mas, como el mayordomo no tenía junta tanta cantidad, pidió tres días para juntarlos. Los turcos dijeron que llegado el término de los tres días volverían por el dinero.

MAHAMUT: Pero la ingrata fortuna ordenó que mientras los turcos esperaban en una isla apareciera una escuadra de Malta o Sicilia. Los turcos se embarcaron y en menos de dos horas perdieron de vista las galeras.

RICARDO: Después los turcos decidieron repartirse el botín, yo quedé en un barco y Leonisa en otro. Un turco me dijo que había pagado dos mil escudos por mí y que quería un rescate de cuatro mil. Le pregunté por el rescate de Leonisa. Me dijo que el turco que la tenía pensaba hacerla mora y casarse con ella. Le pedí que se quedara con ella y yo le daría diez mil escudos.

LEONISA: Ricardo vio que mi nuevo amo me llevaba de la mano. Volví los ojos para mirarlo y los suyos, que no se quitaban de mí, me miraron con tan tierno sentimiento y dolor que, sin saber cómo, se le puso una nube ante ellos que le quitó la vista y dio con él en el suelo. Lo mismo me sucedió a mí, que caí a la mar.

RICARDO: Cuando volví de mi desmayo y vi que la otra nave se apartaba de nosotros, llevándose consigo la mitad de mi alma, o, por mejor decir, toda ella, se me cubrió el corazón de nuevo, y de nuevo maldije mi ventura y llamé a la muerte a voces; y eran tales los sentimientos que hacía que, mi amo, enfadado de oírme, con un grueso palo me amenazó que, si no callaba, me maltrataría. Reprimí las lágrimas, recogí los suspiros, creyendo que con la fuerza que les hacía reventarían por parte que abriesen puerta al alma. Llevaba designio el jefe turco de ponerse al abrigo de una isla, mas el viento cargó con tanta furia que todo lo que habíamos navegado en dos días, en pocas horas estábamos otra vez en el punto de partida y vimos cómo la nave en la que iba Leonisa se hacía pedazos contra las rocas. Las levantadas olas, que por encima del bajel pasaban, me hacían estar atento a ver si en ellas venía el cuerpo de la desdichada Leonisa. (A Mahamut.) – ¿Me sigues, Mahamut? Porque no es necesario ser minucioso, pero no se puede simplificar la historia.

MAHAMUT: Ricardo, te sigo. Pero si bien es cierto que no se puede simplificar la historia, yendo así, todo por menudo, se corre el riesgo de que nadie entienda nada.

RICARDO: Tampoco se pueden banalizar los sentimientos. Si no entienden será problema de ellos. Pero yo debo contar lo que mi corazón padeció.

MAHAMUT: Comprendo la vehemencia de tus sentimientos, pero es necesario hacer un esfuerzo a favor del entendimiento. Hay demasiado enredo en esta historia. Si no simplificamos nos perderemos y no llegaremos a ninguna parte.

LEONISA: Propongo que contemos en breve síntesis lo que ocurrió antes de que esta historia llegara al final que nosotros sabemos que llegó.

MAHAMUT: De acuerdo. Porque de lo contrario no llegaremos ni a Nicosia, donde se supone ya deberíamos estar.

RICARDO: Aplacado el mar, fuimos al lugar del naufragio. Los turcos saltaron a tierra para ver si había quedado alguna reliquia de la nave; mas no quiso el cielo concederme el alivio que esperaba de tener en mis brazos el cuerpo de Leonisa; que, aunque muerto y despedazado, yo holgara de verle. En fin, por no ser tan prolijo en contar la tormenta como ella lo fue, y sacrificando gran parte de lo mejor de nuestra porfía, digo que cansados, hambrientos y fatigados, después de un tiempo llegamos a Trípoli. Luego dimos otras vueltas y llegamos aquí, a Chipre. Y si quieres, Mahamut, que te diga todo mi pensamiento, has de saber que no quiero tener cosa que me consuele. Quiero que, juntándose a la vida del cautiverio, los pensamientos y memorias que jamás me dejan de la muerte de Leonisa vengan a ser parte para que yo no la tenga jamás de gusto alguno. Y si es verdad que los continuos dolores forzosamente se han de acabar o acabar a quien los padece, los míos no podrán dejar de hacerlo, porque pienso darles rienda de manera que, a pocos días, den alcance a la miserable vida que contra mi voluntad sostengo. ¡Mahamut hermano!, Leonisa murió y con ella mi esperanza.

LEONISA: (A Ricardo.) –Ricardo querido, convinimos en sintetizar.

MAHAMUT: Ricardo, no hay en toda Nicosia quien pueda más que el cadí, mi amo. Y, siendo esto así, yo puedo decir que soy el que más puede en la ciudad, pues puedo con mi patrón todo lo que quiero. Digo esto, porque haremos para que vengas a ser de mi amo, y, estando en mi compañía, el tiempo nos dirá lo que habemos de hacer, para consolarte, si quisieres o pudieres tener consuelo, y a mí para salir a mejor vida.

RICARDO: (A Mahamut.) –Yo te agradezco, Mahamut, la amistad que me ofreces, aunque con cuanto hicieres no has de poder cosa que en mi provecho resulte. Pero dejemos ahora esto y vamos a las tiendas, que se reúne mucha gente allí.

Narrando.

Con esto dejamos Mahamut y yo la plática, y llegamos a las tiendas a tiempo que llegaba el nuevo virrey y el antiguo le salía a recibir a la puerta de la tienda.

LEONISA: Alí era el antiguo virrey y Hazán el nuevo. En esto se les presentó un judío que traía a vender una hermosísima cristiana, vestida en hábito berberisco, tan bien aderezada y compuesta que no lo pudiera estar tan bien la más rica mora de Marruecos. Tenía cubierto el rostro con un tafetán carmesí y la adornaban muchas joyas de oro.

RICARDO: Mandaron al judío que hiciese que la cristiana se quitase el antifaz.

MAHAMUT: Hízolo así y descubrió un rostro que deslumbró los ojos y alegró los corazones de los circunstantes, como el sol que después de mucha oscuridad se ofrece a los ojos de los que le desean. Tal era la belleza de la cautiva cristiana, y tal su brío y su gallardía.

RICARDO: Pero en quien más efecto hizo la maravillosa luz que había descubierto, fue en mí, pues era mi cruel y amada Leonisa, que tantas veces y con tantas lágrimas yo había llorado por muerta.

MAHAMUT: Los dos virreyes y el cadí quedaron prendados y secretamente se propusieron hacerla suya y poder gozarla. Y así preguntaron al judío el precio que por ella quería.

LEONISA: El judío respondió que dos mil escudos.

RICARDO: Apenas hubo declarado el precio, Alí dijo que él los daba.

MAHAMUT: Hazán dijo que él daba el doble y que la compraría para el Gran Turco.

LEONISA: Alí dijo que la llevaría a Constantinopla y también se la daría al Gran Turco.

RICARDO: Se azoró Alí, y, levantándose, empuñó el alfanje, diciendo:

MAHAMUT: (Como Alí.) –Siendo mis intentos llevar esta cristiana al Gran Turco y habiendo sido yo el comprador primero, está puesto en razón y en justicia que me la dejes a mí; y, cuando otra cosa pensares, este alfanje defenderá mi derecho y castigará tu atrevimiento.

LEONISA: El cadí, que a todo estaba atento, temeroso de quedar sin la cristiana, imaginó cómo poder quedarse con la cautiva, sin dar alguna sospecha de su intención.

MAHAMUT: Y así, levantándose, se puso entre los dos y propuso que cada uno entregara cuatro mil escudos y que la cautiva se quedara con él, que luego la enviaría al Gran Turco.

RICARDO: En este momento le pregunté a Mahamut si no conocía a la cristiana que estaban vendiendo.

MAHAMUT: (A Ricardo.) – ¿De dónde tengo que conocerla?

RICARDO: (A Mahamut.) – ¿Cómo de dónde? ¿No me dijiste que eres siciliano?

MAHAMUT: (A Ricardo.) – ¿Y eso qué tiene que ver?

RICARDO: (A Mahamut.) –Es Leonisa.

MAHAMUT: (A Ricardo.) – ¿Qué es lo que dices, Ricardo?

RICARDO: (A Mahamut.)  –Lo que has oído.

MAHAMUT: (A Ricardo.) –Pues calla y no la descubras, porque ella va a poder de mi amo.

RICARDO: (A Mahamut.) –Mahamut, ¿te parce que será bien ponerme en parte donde pueda ser visto?

MAHAMUT: No, para que no des indicio de que la conoces, que podría ser que redundase en perjuicio de mi designio.

RICARDO: (A Mahamut.) –De acuerdo.

LEONISA: Se acercó el cadí a mí y asiéndome de la mano, me entregó a Mahamut, mandándole que me llevase a la ciudad y me entregase a su señora Halima, y le dijese me tratase como a esclava del Gran Turco.

RICARDO: Mahamut se fue con Leonisa y me dejó solo. Me acerqué al judío y le pregunté en qué modo había venido a su poder aquella cautiva cristiana. El judío me respondió que la había comprado a unos turcos que habían naufragado.

LEONISA: En el camino que había desde las tiendas a la ciudad, Mahamut me preguntó que de qué lugar era. Le respondí que de la ciudad de Trápana. También me preguntó si conocía en aquella ciudad a un caballero rico y noble que se llamaba Ricardo. Oyendo lo cual di un gran suspiro y dije: (A Mahamut.) –Sí, lo conozco, por mi mal.

MAHAMUT: (A Leonisa.) – ¿Cómo por vuestro mal?

LEONISA: (A Mahamut.) –Porque él me conoció a mí por el suyo.

MAHAMUT: (A Leonisa.) – ¿Y conociste también a otro caballero de gentil disposición, hijo de padres muy ricos, muy valiente, muy liberal y muy discreto, de nombre Cornelio?

LEONISA: (A Mahamut.) –También lo conozco, y podré decir que más por mi mal. Mas, ¿quién sois vos, señor, que los conocéis y por ellos me preguntáis?

MAHAMUT: (A Leonisa.) –Soy natural de Palermo y los conozco porque no ha muchos días que ambos estuvieron en mi poder, que a Cornelio le cautivaron unos moros de Trípoli y le vendieron a un turco que le trujo a esta isla, donde vino con mercancías.

LEONISA: (A Mahamut.) –Decidme, señor, ¿cómo o con quién vino Ricardo?

MAHAMUT: Vino con un cosario que le cautivó estando en un jardín de la marina de Trápana, y con él dijo que habían cautivado a una doncella que nunca me quiso decir su nombre. Estuvo aquí muy poco tiempo. Porque el sin ventura de Ricardo en pocos días acabó su vida, siempre llamando entre sí a una Leonisa, a quien él me había dicho que quería más que a su vida; la cual Leonisa me dijo se había ahogado, cuya muerte siempre lloraba, hasta que le trujo a término de perder la vida, que yo no le sentí enfermedad en el cuerpo, sino muestras de dolor en el alma.

LEONISA: (A Mahamut.) –Decidme, señor, ese mozo Cornelio que decís, ¿nombró alguna vez a esa Leonisa?

MAHAMUT: (A Leonisa.) –Sí, la nombró, y me preguntó si había aportado por esta isla una cristiana de ese nombre, de tales y tales señas, a la cual holgaría de hallar para rescatarla, si es que su amo se había ya desengañado de que no era tan rica como él pensaba, aunque podía ser que por haberla gozado la tuviese en menos; que, como no pasasen de trescientos o cuatrocientos escudos, él los daría de muy buena gana por ella, porque un tiempo la había tenido alguna afición.

LEONISA: (A Mahamut.) –Bien poca afición debía de ser, pues no pasaba de cuatrocientos escudos; más liberal es Ricardo, y más valiente y comedido; Dios perdone a quien fue causa de su muerte, que fui yo, que yo soy la sin ventura que él lloró por muerta. Yo, señor, soy la poco querida de Cornelio y la bien llorada de Ricardo, que, por muchos y varios casos, he venido a este miserable estado en que me veo; aunque siempre he conservado mi honor, con la cual vivo contenta en mi miseria.

RICARDO: Mahamut le respondió que él haría lo que pudiese en servirla, aconsejándola y ayudándola; le advirtió de la diferencia que por su causa habían tenido los dos virreyes, y cómo quedaba en poder del cadí, su amo, para llevarla al Gran Turco a Constantinopla; pero que tenía esperanza en el verdadero Dios, en quien él creía, y que le aconsejaba se hubiese bien con Halima, la mujer del cadí, su amo y la dejó en su casa y en poder de Halima.

MAHAMUT: La recibió bien la mora por verla tan bien aderezada y tan hermosa. Me volví a contarle a Ricardo lo que con Leonisa me había pasado. Ahora, le dije, lo primero que se ha de hacer es que vengas a poder de mi amo; que después nos aconsejaremos en lo que más nos conviniere.

RICARDO: Mahamut hizo de modo que yo fuera a poder de su amo. Me cambié el nombre. Pasé a ser Mario, para que Leonisa no se enterara antes de que yo la viese.

MAHAMUT: Un día la señora Halima vio a su esclavo Mario y se le quedó grabado en el corazón; y, quizá poco contenta de los abrazos flojos de su anciano marido, dio lugar a un mal deseo y se lo contó a Leonisa, a quien ya quería mucho por su agradable condición y la trataba con mucho respecto por ser prenda del Gran Turco. Le dijo cómo el cadí había traído a casa un cautivo cristiano, de tan gentil donaire, que a sus ojos no había visto más lindo hombre en toda su vida y de la misma tierra de Mahamut, y que no sabía cómo darle a entender su voluntad, sin que el cristiano la tuviese en poco por habérsela declarado.

RICARDO: Leonisa le preguntó cómo se llamaba el cautivo y Halima le dijo que se llamaba Mario. A lo cual Leonisa replicó:

LEONISA: Si él fuera caballero y del lugar que dicen, yo le conociera, mas de ese nombre Mario no hay ninguno en Trápana; pero haz, señora, que yo le vea y hable, que te diré quién es y lo que de él se puede esperar.

MAHAMUT: Así será, le dijo Halima. El viernes, cuando su marido estuviera en la mezquita, ella haría entrar a Mario, y Leonisa le podría hablar a solas; y si le pareciere darle indicios de su deseo, lo haría del mejor modo que pudiere.

RICARDO: No habían pasado dos horas cuando el cadí llamó a Mahamut y a Mario, y, con no menos eficacia que Halima había descubierto su pecho a Leonisa, descubrió el enamorado viejo el suyo a sus dos esclavos, pidiéndoles consejo en lo que haría para gozar de la cristiana y cumplir con el Gran Turco, diciéndoles que antes pensaba morir mil veces que entregársela.

MAHAMUT: Con tales afectos decía su pasión el moro, que la puso en los corazones de sus dos esclavos, que todo lo contrario de lo que él pensaba pensaban. Quedó puesto entre ellos que Mario, como hombre de su tierra, aunque había dicho que no la conocía, tomase la mano en solicitarla y en declararle la voluntad del cadí. Si no aceptaba dirían que había muerto y así se excusarían de enviarla a Constantinopla.

LEONISA: Contentísimo quedó el cadí con el parecer de sus esclavos y ofreció la libertad a Mahamut.

MAHAMUT: A Mario prometió que, si le conseguía lo que quería, le daría la libertad y dineros con que volviese a su tierra rico.

LEONISA: Ricardo y Mahamut también fueron pródigos ofreciéndole alcanzar el cielo si le facilitaban sus deseos.

MAHAMUT: El cadí dijo que mandaría a Halima algunos días a casa de sus padres, que eran griegos cristianos. Que estando Halima fuera, mandaría al portero que dejara entrar a Mario a la casa y diría a Leonisa que podía hablar con su paisano cuando le diere gusto.

RICARDO: Aquel mismo día dijo el cadí a Halima que cuando quisiese podría irse a casa de sus padres. Pero, como ella estaba alborozada con las esperanzas que Leonisa le había dado, no sólo no se fuera a casa de sus padres, sino al fingido paraíso de Mahoma no quisiera irse; y así, le respondió que por entonces no tenía tal voluntad, y que cuando ella la tuviese lo diría, mas que iba a llevarse consigo a la cautiva cristiana.

MAHAMUT: Eso no, replicó el cadí, que no es bien que la prenda del Gran Turco sea vista de nadie; y más, que se le ha de quitar que converse con cristianos, pues sabéis que, en llegando a poder del Gran Turco, la han de encerrar en el serrallo y volverla turca, quiera o no quiera.

MELISA: Como ella ande conmigo, dijo Halima, no importa que esté en casa de mis padres, ni que se comunique con ellos, que más comunico yo y no dejo por eso de ser buena turca, Además, sólo pienso estar en su casa cuatro o cinco días, porque el amor que os tengo no me dará licencia para estar tanto ausente y sin veros.

LEONISA: Llegó el viernes y cadí se fue a la mezquita y Halima mandó llamar a Mario.

MAHAMUT: Estaba Leonisa del mismo modo y traje que cuando entró en la tienda del virrey, sentada al pie de una escalera de mármol. Tenía la cabeza inclinada sobre la palma de la mano, los ojos a la parte contraria de la puerta por donde entró Mario y ella no le vio.

RICARDO: Paseé toda la casa con los ojos, y no vi en toda ella sino un mudo y sosegado silencio, hasta que paré la vista donde Leonisa estaba. En un instante me sobrevinieron tantos pensamientos, que me suspendieron y alegraron. Me movía poco a poco y con temor, alegre y triste; me iba llegando al centro donde estaba mi alegría.

MAHAMUT: Cuando volvió el rostro, Leonisa puso los ojos en los de Mario, que atentamente la miraba. Mas, cuando la vista de los dos se encontraron, con diferentes efectos dieron señal de lo que sus almas habían sentido.

RICARDO: Leonisa, que por el cuento de Mahamut me tenía por muerto, al verme vivo, llena de temor y espanto, sin quitar de mí los ojos, volvió atrás cuatro o cinco escalones, y, sacando una pequeña cruz del seno, la besaba muchas veces, y se santiguó infinitas, como si algún fantasma u otra cosa del otro mundo estuviera mirando.  Le dije: (A Leonisa.) –A mí me pesa, ¡oh hermosa Leonisa!, que no hayan sido verdad las nuevas que de mi muerte te dio Mahamut, porque con ella excusara los temores que ahora tengo de pensar si todavía está en su ser y entereza el rigor que continuo has usado conmigo. Sosiégate, señora, y si te atreves a hacer lo que nunca hiciste, que es llegarte a mí, llega y verás que no soy fantasma. Soy Ricardo.

LEONISA: (A Ricardo.) –Querido Ricardo, contén un poco los sentimientos. Recuerda, además, que hemos de ser breves.

MAHAMUT: Leonisa se puso el dedo en la boca, por lo cual entendió Ricardo que era señal de que callase o hablase más quedo; y, tomando algún poco de ánimo, se fue llegando a ella y pudo oír estas razones:

LEONISA: (A Ricardo.) –Habla bajo, Mario, y no trates de otra cosa de la que yo te tratare; y advierte que podría ser que el habernos oído fuese parte para que nunca nos volviésemos a ver. Halima, nuestra ama, creo que nos escucha, la cual me ha dicho que te adora; me ha puesto por intercesora de su deseo. Si a él quisieres corresponder, aprovecharte ha más para el cuerpo que para el alma; y, cuando no quieras, es forzoso que lo finjas, siquiera porque yo te lo ruego y por lo que merecen deseos de mujer declarados.

RICARDO: (A Leonisa.) –Jamás pensé ni pude imaginar, hermosa Leonisa, que cosa que me pidieras fuera imposible de cumplir. Si a ti te parece que alguna de estas cosas se debe o puede hacer, haz lo que más gustares, pues eres señora de mi voluntad. Pero, a trueco que no digas que en la primera cosa que me mandaste dejaste de ser obedecida, yo perderé del derecho que debo a ser quien soy, y satisfaré tu deseo y el de Halima fingidamente, como dices, si es que se ha de granjear con esto el bien de verte; y así, finge tú las respuestas a tu gusto, que desde aquí las firma mi fingida voluntad. Y, en pago de esto que por ti hago, te ruego que brevemente me digas cómo escapaste de las manos de los cosarios y cómo viniste a las del judío que te vendió.

LEONISA: (A Ricardo.) –No podré satisfacer tu pedido, querido Ricardo. Sería muy largo y hemos convenido en ser cortos. Después del naufragio yo no volví en mí hasta que me hallé en tierra en brazos de dos turcos, que vuelta la boca al suelo me tenían, derramando gran cantidad de agua que había bebido. Ocho días estuvimos en la isla, guardándome los turcos el mismo respecto que si fuera su hermana. Estábamos escondidos en una cueva, temerosos ellos de que no bajasen de una fuerza de cristianos y los cautivasen. A los ocho días llegó a aquella costa un bajel de moros; le vieron los turcos y haciendo señas al bajel éste se acercó y ellos contaron sus desgracias, y los moros los recibieron en su bajel, en el cual venía un judío, riquísimo mercader. En el mismo bajel los turcos se fueron a Trípoli, y en el camino me vendieron al judío, que dio por mí dos mil doblas, precio excesivo, si no le hiciera liberal el amor que el judío me descubrió. El bajel continuó el viaje y el judío dio en solicitarme descaradamente; yo le hice la cara que merecían sus torpes deseos. Viéndose desesperado, determinó deshacerse de mí. Y, sabiendo que los dos virreyes, Alí y Hazán, estaban en esta isla, se vino aquí con intención de venderme y por eso me vistió de la manera que ahora me ves. He sabido que me ha comprado este cadí para llevarme a presentar al Gran Turco, de que no estoy poco temerosa. Aquí he sabido de tu fingida muerte, y te sé decir, si lo quieres creer, que me pesó en el alma y que te tuve más envidia que lástima; y no por quererte mal, sino porque habías acabado con la tragedia de tu vida.

RICARDO: (A Leonisa.) –Leonisa, vos, de breve, tenéis muy poco. (Pausa.) –Hermosa señora, el deseo que tiene mi amo es el mismo para contigo que para conmigo lo es el de Halima. Me ha puesto a mí por intérprete de sus pensamientos; acepté la empresa, no por darle gusto, sino porque así me granjeaba en la posibilidad de hablarte, porque veas el término a que nuestras desgracias nos han traído: a ti a ser medianera de un imposible; a mí a serlo de la cosa que menos pensé, y de la que daré por no alcanzarla la vida.

LEONISA: (A Ricardo.) –No sé qué te diga, Ricardo, ni qué salida se tome al laberinto donde nuestra corta ventura nos tiene puestos. Sólo sé decir que es menester usar en esto lo que de nuestra condición no se puede esperar, que es el fingimiento y engaño; y así, digo que de ti daré a Halima algunas razones que antes la entretengan que desesperen. Tú de mí podrás decir al cadí lo que para seguridad de mi honor y de su engaño vieres que más convenga. Yo pongo mi honor en tus manos, bien puedes creer que lo tengo con la entereza y verdad que podían poner en duda tantos caminos como he andado, y tantos combates como he sufrido. El hablarnos será fácil y para mí será de grandísimo gusto el hacerlo, con presupuesto que jamás me has de tratar cosa que a tu declarada pretensión pertenezca, que en la hora que tal hicieres, en la misma me despediré de verte, porque no quiero que pienses que es de tan pocos quilates mi valor, que ha de hacer con él la cautividad lo que la libertad no pudo: como el oro tengo que ser, que mientras más se acrisola, queda con más pureza y más limpio. Vete, que temo nos haya escuchado Halima, la cual entiende algo de la lengua cristiana.

RICARDO: (A Leonisa.) –Dices muy bien, señora, y te agradezco infinito el desengaño que me has dado, que lo estimo en tanto como la merced que me haces en dejarme verte; y, como tú dices, quizá la experiencia te dará a entender cuán llana es mi condición y cuán humilde, especialmente para adorarte; y sin que tú pusieras término ni raya a mi trato, fuera él tan honesto para contigo que no acertaras a desearle mejor. En lo que toca a entretener al cadí, vive descuidada; haz tú lo mismo con Halima, y entiende, señora, que después que te he visto ha nacido en mí una esperanza tal, que me asegura que presto hemos de alcanzar la libertad deseada. Otra vez te contaré la historia de cómo he llegado a este triste estado.

LEONISA: (A Ricardo.) –Ah, Ricardo, cuánto agradezco que dejes ese cuento para otro momento.

RICARDO: (A Leonisa.) –Pero juro que no te salvarás de él. Ya llegará el día en que te contaré todo, sin perder detalle. Vos lo veréis.

MAHAMUT: Estaba Halima en su aposento, rogando trajese Leonisa buen despacho de lo que le había encomendado. El cadí estaba en la mezquita, esperando oír de su esclavo lo que deseaba acerca de Leonisa. Leonisa acrecentó en Halima el deseo, dándole muy buenas esperanzas de que Mario haría todo lo que pidiese.

LEONISA: Antes que Ricardo respondiese a su amo, se aconsejó con Mahamut de qué le respondería; y acordaron entre los dos que le aconsejasen que lo más presto que pudiese llevase a Leonisa a Constantinopla.

MAHAMUT: Que en el camino, o por grado o por fuerza, alcanzaría su deseo; y que sería bueno comprar otra esclava, y en el viaje fingir o hacer de modo como que Leonisa cayese enferma, y que una noche echarían la cristiana comprada a la mar, diciendo que era la cautiva del Gran Turco, y que esto se podía hacer en modo que jamás la verdad fuese descubierta, y él quedase sin culpa con el Gran Turco.

RICARDO: Estaba tan ciego el mísero y anciano cadí que, si otros mil disparates le dijeran, todos los creyera. Pero la intención de los dos consejeros era levantarse con el bajel y darle a él la muerte en pago de sus locos pensamientos.

MAHAMUT: Se le ofreció al cadí otra dificultad, a su parecer mayor de las que en aquel caso se le podía ofrecer; y era pensar que su mujer Halima no le había de dejar ir a Constantinopla si no la llevaba consigo. Entonces se le ocurrió que, en cambio de la cristiana que habían de comprar para que muriese por Leonisa, serviría Halima, de quien deseaba librarse más que de la muerte.

RICARDO: Aquel mismo día dio cuenta el cadí a Halima del viaje que pensaba hacer a Constantinopla a llevar la cristiana al Gran Turco. Halima le dijo que le parecía muy bien su determinación, creyendo que se dejaría a Ricardo en casa; mas, cuando el cadí le certificó que le había de llevar consigo y a Mahamut también, tornó a mudar de parecer y a desaconsejarle lo que primero le había aconsejado.

LEONISA: No se descuidaba en este tiempo Hazán de solicitar al cadí le entregase la esclava, ofreciéndole montes de oro. Cosa que aceleró la partida del cadí. Aderezó un bergantín y embarcó en él toda su riqueza. Halima rogó a su marido que la dejase llevar consigo a sus padres, para que viesen a Constantinopla. Era la intención de Halima alzarse con el bergantín e irse a tierra de cristianos y casarse con Ricardo.

MAHAMUT: Ricardo habló otra vez con Leonisa y le contó su intención, y ella le dijo la que tenía Halima. Los dos se juraron secreto.

MAHAMUT: El día de la partida, Hazán los acompañó hasta la marina con todos sus soldados, y no los dejó hasta que se hicieron a la vela.

RICARDO: Luego, en un bajel que tenía en otro puerto, Hazán puso cincuenta soldados y les dio orden de que tomasen el bajel del cadí, pasando a cuchillo cuantos en él iban, menos a Leonisa.

LEONISA: Dos días hacía ya que el bergantín caminaba, que al cadí se le hicieron dos siglos. Ya en el primero quería poner en efecto su determinación.

RICARDO: Mas sus esclavos le dijeron que convenía primero hacer de suerte que Leonisa cayese mala, para dar color a su muerte, y que esto había de ser con algunos días de enfermedad.

MAHAMUT: Él no quisiera sino decir que había muerto de repente, y acabar presto con todo, y despachar a su mujer y aplacar el fuego que las entrañas poco a poco le iba consumiendo; pero hubo de condescender con el parecer de los dos.

LEONISA: Halima había contado sus planes a Mahamut y a Ricardo. El cadí no quería que Leonisa siguiera fingiendo enfermedad. Les decía a Ricardo y Mahamut que concluyesen con Halima y la arrojasen al mar amortajada, diciendo ser la cautiva del Gran Turco.

MAHAMUT: Amaneciendo descubrieron un bajel que les venía dando caza. Se pusieron en defensa. Cuando los tuvieron a tiro de cañón soltaron los remos, tomaron las armas y los esperaron, aunque el cadí dijo que no temiesen, porque el bajel era turquesco.

RICARDO: Mandó poner luego una banderita blanca de paz en la popa. Luego vieron que de la parte de poniente venía una escuadra que parecía de cristianos. Todo lo cual les dobló la confusión y el miedo, y estaban suspensos sin saber lo que harían.

LEONISA: La confusión aumentó cuando, del bajel primero, sin respeto por las banderas de paz ni de lo que a su religión debían, embistieron con el del cadí con tanta furia, que estuvo poco en echarle a fondo.

MAHAMUT: El cadí vio que los que le acometían eran soldados de Nicosia y adivinó lo que podía ser, y se dio por perdido y muerto; y si no fuera que los soldados se dieron antes a robar que a matar, ninguno quedara con vida.

RICARDO: Cuando ellos andaban más encendidos y más atentos en su robo, dio un turco voces diciendo: « ¡Arma, soldados!, que un bajel de cristianos nos embiste».

MAHAMUT: Y así era, porque el bajel del otro lado, que venía con insignias y banderas cristianescas, llegó con toda furia a embestir el bajel de Hazán. Pero, antes que llegase, preguntó uno desde la proa en lengua turquesca que qué bajel era aquél.

LEONISA: Le respondieron que era de Hazán, virrey de Chipre.

RICARDO: ¿Pues cómo, replicó el turco, siendo vosotros musulmanes, embestís y robáis a ese bajel, que nosotros sabemos que va en él el cadí de Nicosia?

MAHAMUT: A lo cual respondieron que les habían ordenado tomarlo, y que ellos, como soldados obedientes, estaban cumpliendo.

LEONISA: Satisfecho de lo que saber quería, el capitán del segundo bajel, que venía a la cristianesca, en vez de embestir al de Hazán, acudió al del cadí, y a la primera rociada mató más de diez turcos.

RICARDO: Apenas hubieron puesto los pies dentro, cuando el cadí conoció que el que le embestía no era cristiano, sino Alí, el enamorado de Leonisa, el cual, con el mismo intento que Hazán, había estado esperando su venida, y había vestido a sus soldados como cristianos, para que con esta industria fuese más cubierto su hurto.

MAHAMUT: El cadí, que conoció las intenciones de los amantes y traidores, comenzó a grandes voces a decir su maldad:

RICARDO: ¿Qué es esto, traidor Alí? ¿Cómo, siendo tú turco, me salteas como cristiano? Y vosotros, traidores soldados de Hazán, ¿qué demonio os ha movido a acometer tan grande insulto?

LEONISA: A estas palabras suspendieron todos las armas, y unos a otros se miraron y se conocieron, porque todos habían sido soldados de un mismo capitán y militado debajo de una bandera; y, confundiéndose con las razones del cadí y con su mismo maleficio, ya se les embotaron los filos de los alfanjes y se les desmayaron los ánimos.

RICARDO: Alí cerró los ojos y los oídos a todo, y arremetiendo al cadí, le dio una tal cuchillada en la cabeza que le derribó y al caer dijo el cadí: ¡Oh cruel renegado! ¿Es posible que no ha de haber quien castigue tu crueldad y tu grande insolencia? ¿Cómo, maldito, has osado poner las manos y las armas en tu cadí?

MAHAMUT: Estas palabras añadieron fuerza a las primeras, las cuales oídas de los soldados de Hazán, y movidos de temor que los soldados de Alí les habían de quitar la presa, determinaron de ponerlo todo en aventura.

RICARDO: Y comenzando uno y siguiéndole todos, dieron en los soldados de Alí con tanto brío, que en poco espacio los redujeron a número pequeño; pero los que quedaron, volviendo sobre sí, vengaron a sus compañeros, no dejando de los de Hazán apenas cuatro con vida, y ésos muy malheridos.

LEONISA: Estaban mirándolos Ricardo y Mahamut, y viendo cómo los turcos estaban casi todos muertos, y los vivos malheridos, y cuán fácilmente se podía dar cabo de todos, llamaron a dos sobrinos de Halima, que ella había hecho embarcar consigo para que ayudasen a levantar el bajel, y con ellos y con su padre, tomando alfanjes de los muertos, y gritando «¡libertad, libertad!», y ayudados de cristianos griegos, con facilidad y sin recibir herida, los degollaron a todos; y, pasando sobre la nave de Alí, que sin defensa estaba, la rindieron y ganaron con cuanto en ella venía. De los que en el segundo encuentro murieron, fue de los primeros Alí, que un turco, en venganza del cadí, le mató a cuchilladas.

MAHAMUT: Se dieron luego todos, por consejo de Ricardo, a pasar cuantas cosas había de precio en su bajel y en el de Hazán al de Alí, que tenía remeros cristianos, los cuales, contentos con la alcanzada libertad y con muchas cosas que Ricardo repartió entre todos, se ofrecieron de llevarle hasta Trápana.

LEONISA: Y, con esto, Mahamut y Ricardo, llenos de gozo por el buen suceso, se fueron a la mora Halima y le dijeron que, si quería volverse a Chipre, que le armarían su mismo bajel, y le darían la mitad de las riquezas que había embarcado.

MAHAMUT: Mas ella, que en tanta calamidad aún no había perdido el cariño y amor que a Ricardo tenía, dijo que quería irse con ellos a tierra de cristianos, de lo cual sus padres se holgaron en extremo.

RICARDO: Aceptado esto, partieron hacia Sicilia.

LEONISA: Un día vieron delante de sí la deseada y amada patria; se renovó la alegría en sus corazones, alborotáronse sus espíritus con el nuevo contento, que es uno de los mayores que en esta vida se puede tener, llegar después de luengo cautiverio salvo y sano a la patria.

MAHAMUT: Había en la nave una caja llena de banderetas con las cuales hizo Ricardo adornar la nave. Poco después de amanecer, alzando alegres voces y gritos, se iban llegando al puerto, en el cual en un instante pareció infinita gente del pueblo.

LEONISA: En este entretanto había Ricardo pedido y suplicado a Leonisa que se adornase y vistiese de la misma manera que cuando entró en la tienda de los virreyes, porque quería hacer una graciosa burla a sus padres.

MAHAMUT: Así lo hizo, y, añadiendo galas a galas, perlas a perlas, y belleza a belleza, que suele acrecentarse con el contento, se vistió de modo que de nuevo causó admiración y maravilla.

LEONISA: Se vistió asimismo Ricardo a la turquesca, y lo mismo hizo Mahamut y todos los cristianos del remo, que para todos hubo en los vestidos de los turcos muertos.

MAHAMUT: Cuando llegaron al puerto serían las ocho de la mañana. Ricardo hizo disparar las piezas de la nave. Respondió la ciudad con otras tantas.

LEONISA: Estaba toda la gente confusa, esperando llegase el bizarro bajel; pero, cuando vieron de cerca que era turquesco, temerosos y con sospecha de algún engaño, tomaron las armas y acudieron al puerto todos.

RICARDO: Recibieron gran contento cuando vieron que uno a uno salieron a tierra, la cual con lágrimas de alegría besaron una y muchas veces, señal clara que dio a entender ser cristianos que con aquel bajel se habían alzado.

MAHAMUT: Hizo fin y remate la hermosa Leonisa, cubierto el rostro con un tafetán carmesí.

RICARDO: La traían en medio Ricardo y Mahamut, cuyo espectáculo llevó tras sí los ojos de toda aquella infinita multitud que los miraba.

MAHAMUT: En llegando a tierra, hicieron como los demás, besándola postrados por el suelo. Llegó a ellos el capitán y gobernador de la ciudad.

LEONISA: Cuando conoció a Ricardo corrió con los brazos abiertos y con señales de grandísimo contento a abrazarle.

MAHAMUT: Con el gobernador llegaron Cornelio y su padre, y los de Leonisa con todos sus parientes, y los de Ricardo, que todos eran los más principales de la ciudad. Abrazó Ricardo al gobernador y respondió a todos los parabienes que le daban; trabó de la mano a Cornelio, el cual, como le conoció y se vio asido perdió la color del rostro, y casi comenzó a temblar de miedo, y, teniendo asimismo de la mano a Leonisa, dijo Ricardo:

RICARDO: (Al pueblo.) –Por cortesía os ruego, señores, que, antes que entremos en la ciudad y en el templo a dar las debidas gracias a Nuestro Señor de las grandes mercedes que en nuestra desgracia nos ha hecho, me escuchéis ciertas razones que deciros quiero.

MAHAMUT: A lo cual el gobernador respondió que dijese lo que quisiese, que todos le escucharían con gusto.

LEONISA: Alzando un poco la voz, dijo:

RICARDO: Bien se os debe acordar, señores, de la desgracia que algunos meses me sucedió con la pérdida de Leonisa; también no se os habrá caído de la memoria la diligencia que yo puse en procurar su libertad, cuando ofrecí por su rescate toda mi hacienda. Aunque ésta, que al parecer fue liberalidad, no puede ni debe redundar en mi alabanza, pues la daba por el rescate de mi alma. Lo que después acá a los dos ha sucedido requiere para más tiempo otra sazón y coyuntura, y otra lengua no tan turbada como la mía.

LEONISA: (En voz baja a Ricardo.) –Te agradecemos mucho que no cuentes todo ahora.

RICARDO: Baste deciros por ahora que, después de mil perdidas esperanzas de alcanzar remedio de nuestras desdichas, el piadoso cielo nos ha vuelto a la deseada patria, llenos de contento, colmados de riquezas; y no nace de ellas ni de la libertad alcanzada el sin igual gusto que tengo, sino del que imagino que tiene la dulce enemiga mía, así por verse libre. De todo esto que he dicho quiero inferir que yo le ofrecí mi hacienda en rescate, y le di mi alma en mis deseos; di traza en su libertad y aventuré por ella, más que por la mía, la vida; y de todos estos que, en otro sujeto más agradecido, pudieran ser cargos de algún momento, no quiero yo que lo sean; sólo quiero lo sea este en que te pongo ahora.

MAHAMUT: Y, diciendo esto, alzó la mano y con honesto comedimiento quitó el antifaz del rostro de Leonisa, que fue como quitarse la nube que cubre la hermosa claridad del sol, y prosiguió diciendo:

RICARDO: (A Cornelio.) – ¡Cornelio!, te entrego la prenda que tú debes de estimar sobre todas las cosas que son dignas de estimarse; y aquí tú, ¡hermosa Leonisa!, te doy al que tú siempre has tenido en la memoria. Recíbela, ¡oh venturoso mancebo!; recíbela. Con ella te daré asimismo todo cuanto me tocare de parte en lo que a todos el cielo nos ha dado. De todo puedes gozar a tu sabor con libertad, quietud y descanso. Yo, sin ventura, pues quedo sin Leonisa, gusto de quedar pobre, que a quien Leonisa le falta, la vida le sobra.

MAHAMUT: Y en diciendo esto calló, como si al paladar se le hubiera pegado la lengua; pero, desde allí a un poco, antes que ninguno hablase, dijo:

RICARDO: ¡Válgame Dios! ¡Cómo los apretados trabajos turban el entendimiento! Yo, con el deseo que tengo de hacer bien, no he mirado lo que he dicho, porque no es posible que nadie pueda mostrarse liberal de lo ajeno. ¿Qué jurisdicción tengo yo en Leonisa para darla a otro? ¿Cómo puedo ofrecer lo que está tan lejos de ser mío? Leonisa es suya, y tan suya que, a faltarle sus padres, que felices años vivan, ningún opósito tuviera a su voluntad. Y si se pudieran conocer las obligaciones que debe de pensar que me tiene, desde aquí las borro, las cancelo y doy por ningunas; y así, de lo dicho me desdigo, y no doy a Cornelio nada, pues no puedo.

LEONISA: (A Ricardo.) –Si algún favor, ¡oh Ricardo!, imaginas que yo hice a Cornelio en el tiempo que tú andabas de mí enamorado y celoso, imagina que fue tan honesto como guiado por la voluntad y orden de mis padres, que, atentos a que le moviesen a ser mi esposo, permitían que se los diese; si quedas desto satisfecho, bien lo estarás de lo que de mí te ha mostrado la experiencia sobre mi honestidad y recato. Esto digo por darte a entender, Ricardo, que siempre fui mía, sin estar sujeta a otro que a mis padres, a quien ahora humildemente, como es razón, suplico me den licencia y libertad para disponer de la que tu mucha valentía y liberalidad me ha dado.

MAHAMUT: Sus padres dijeron que se la daban, porque fiaban de su discreción que la usaría de modo que siempre redundase en su honra y en su provecho.

LEONISA: Pues con esa licencia quiero que no se me haga de mal mostrarme desenvuelta, a trueque de no mostrarme desagradecida; y así, ¡oh valiente Ricardo!, mi voluntad, hasta aquí recatada, perpleja y dudosa, se declara en favor tuyo; porque sepan los hombres que no todas las mujeres son ingratas, mostrándome yo siquiera agradecida. Tuya soy, Ricardo, y tuya seré hasta la muerte, si otro mejor conocimiento no te mueve a negar la mano que de mi esposo te pido.

Ricardo, sorprendido, se hinca ante Leonisa y le besa las manos.

MAHAMUT: Quedó Ricardo como fuera de sí ante estas razones y no supo ni pudo responder con otras a Leonisa, que con hincarse de rodillas ante ella y besarle las manos, que le tomó por fuerza muchas veces, bañándoselas en tiernas y amorosas lágrimas. Las derramó Cornelio de pesar, y de alegría los padres de Leonisa, y de admiración y de contento todos los circunstantes. Se hallaba presente el obispo de la ciudad, y con su bendición y licencia los llevó al templo y los desposó en el mismo punto.

Ricardo se incorpora.

RICARDO: Se derramó la alegría por toda la ciudad, de la cual dieron muestra aquella noche infinitas luminarias, y otros muchos días la dieron muchos juegos y regocijos que hicieron los parientes de Ricardo y de Leonisa.

LEONISA: Se reconciliaron con la Iglesia Mahamut y Halima, la cual, imposibilitada de cumplir el deseo de verse esposa de Ricardo, se contentó con serlo de Mahamut.

MAHAMUT: Todos, en fin, quedaron contentos, libres y satisfechos.

LEONISA: Y la fama de Ricardo, saliendo de los términos de Sicilia, se extendió por Italia y todo el mundo.

RICARDO: Así hoy llegó hasta aquí.

MAHAMUT: Cuatrocientos años después.

LEONISA: La fama de El amante liberal.

LEONISA, RICARDO, MAHAMUT: Y de Miguel de Cervantes y las Novelas ejemplares.

 

 

 

Leer la obra original de Miguel de Cervantes:

El amante liberal