«La vida más agradable es la que transcurre sin prudencia alguna»
Sófocles
Esta es una pieza pensada especialmente para ser aprovechada y manipulada por directores y actores que trabajen muy bien el teatro físico y el clown. ¡Y que de ninguna manera las palabras y los sermones que abundan en el texto hagan que los actores se desprendan de su cuerpo acomodados en el terreno del discurso! Que siempre sea más importante lo que sucede, momento a momento, gracias a la maravilla de su arte.
La improvisación del equipo y la investigación en los ensayos para llegar a resolver ciertos pasajes, imposibles de plasmar con gracia desde el papel, resulta fundamental.
La pasión de Vidriera como personaje debe ser trabajada a fondo para que el actor no caiga en la trampa de «decir la letra».
PERSONAJES
VIDRIERA
LA ENFERMERA
EL DOCTOR
HÉCTOR
DOLORES
GILBERTO
EL MÉDICO
UNO
DOS
TRES
CORNELIA
TOMÁS
Suena música clásica.
Comienza a subir la luz, tenue, como de vela.
La imagen es onírica y sepia.
Vemos una cama.
Una habitación.
Es el cuarto de servicio de una gran casa.
Todo parece indicar que se trata de otra época, pero no importa en concreto qué época.
La estética es teatral y atemporal.
Sobre la cama duerme un hombre que agoniza.
Se queja.
Su cuerpo se retuerce de dolor.
Grita cada vez más fuerte hasta que despierta asustado por sus propios gritos.
Pausa.
Inmovilidad.
Silencio.
Extrañamiento.
Él mira sus brazos, se observa a sí mismo aterrado, como descubriendo su cuerpo por primera vez.
Se asusta, toca con miedo suavemente su cara, se alarma.
Tiene los brazos levantados.
No puede bajar los brazos.
No puede moverse con libertad.
Está muy impresionado y asustado.
Parece que teme romperse.
Mira la puerta. No sabe cómo proceder…
VIDRIERA: (Grita muy alterado.) – ¡Ayuda! ¡Auxilioooo! ¡Ayuda!
De afuera se escuchan voces que hablan entreveradas: «Se despertó» «¿Ese es Tomás?» «Es Tomás. Vamos, rápido». Tomás continúa gritando: «Necesito ayuda». Héctor, el doctor, y la enfermera abren la puerta. Ni bien ingresan Tomás deja de gritar. Todos permanecen por un instante congelados. Ellos miran a Tomás. Tomás los observa a ellos. Estáticos y alerta.
VIDRIERA: Necesito algodón. Mucho algodón. Y sábanas. Suaves. De seda. ¿Cómo puede ser que esté así nomás? ¿Qué pasó?
LA ENFERMERA: (Acercándose a él.) –Señor, Tom…
VIDRIERA: (Con vehemencia.) – ¡No se acerque! ¡No se acerque! ¡No me toque!
EL DOCTOR: (También pretendiendo acercarse.) –Tomás…
VIDRIERA: ¡No me toquen, carajo, no me toquen, por favor!
HÉCTOR: Pero…
VIDRIERA: ¡No, Héctor! ¡Atrás! ¡Lejos! (La enfermera amaga acercarse nuevamente.) – ¡No lo hagan, no me toquen, no me toquen!
LA ENFERMERA: ¡Pero no lo voy a tocar!
VIDRIERA: ¡No me importa! ¡No se acerque! No podría estar tranquilo. ¡Quédense ahí! ¡Distancia! ¡Distancia!
Silencio
HÉCTOR: ¿Pero qué te pasa?
VIDRIERA: ¿Cómo que qué me pasa? ¡No se acerquen! No puedo creer que me tengas así…
HÉCTOR: (Desorbitado.) – ¿Así cómo? ¿De qué estás hablando? Me ocupé de que estuvieras bien todo el tiempo. Estás repleto de comodidades. (Enumerando.) –Doctor particular, enfermera…
VIDRIERA: Necesito envolverme en algo blando, Héctor. Necesito cuidarme. Así no voy a poder estar mucho tiempo. Me tengo que cuidar. Me van a romper. Me van a romper.
HÉCTOR: (No entiende nada.) – ¿Qué? ¿A romper? ¿Qué nos viste? ¿Cara de mafiosos? (Mira al doctor y a la enfermera riendo.) –Ninguno de nosotros te quiere hacer nada. Por favor, Tomás.
VIDRIERA: No quieren pero puede pasar en cualquier momento. Si se acercan va a pasar de todas formas. La intención es lo de menos. Me van a romper aunque no quieran. Es inevitable. (Pausa. La enfermera amaga acercarse.) – ¡No se acerquen! ¡No se acerquen! ¡Cuidado! ¡Ojo el cristal!
EL DOCTOR: (Respirando profundo y comprendiendo el grado de locura por primera vez.) – ¿Qué cristal, Tomás?
VIDRIERA: ¿Cómo que qué cristal?
EL DOCTOR: ¿Qué cristal? ¿A qué se refiere? ¿A la copa de la mesa de luz?
VIDRIERA: ¡Mi cristal! ¡Mi cuerpo!
LA ENFERMERA: Está delirando…
HÉCTOR: (Irónico. A la enfermera.) –No me joda… (Pausa. Nadie sabe cómo proceder.) –¿Cuándo te despertaste?
VIDRIERA: Qué sé yo… Hace un rato… Anoche me costó mucho dormir. ¿Qué hora es? ¿Me dormí? Disculpame, Héctor, pero yo no voy a poder trabajar. Ya no más… ¡Rápido! ¡Me tengo que envolver!
LA ENFERMERA: Está delirando.
HÉCTOR: (A la enfermera.) –Maravilloso su aporte. Muchas gracias. Ya lo dijo dos veces. (A Tomás.) –Ya van a hacer seis meses que no estás trabajando, Tomás. Tuve que volver a contratar a la empleada vieja. Me estás saliendo carísimo.
VIDRIERA: ¿Renata volvió? ¡Que traiga el algodón, por favor! (Llamando bien fuerte.) – ¡Renata!
HÉCTOR: Salió a hacer un mandado.
EL DOCTOR: Tomás… Hace exactamente ciento setenta y tres días usted fue víctima de… (Buscando aprobación de la enfermera.) – ¿Cómo decirlo?
LA ENFERMERA: Para mí que macumba.
EL DOCTOR: (Desautorizando con el gesto la barbaridad que dijo ésta.) –Una especie extraña de envenenamiento.
VIDRIERA: ¡Sí! ¡Y necesito algodón, por favor! ¡Me tengo que envolver!
HÉCTOR: Fue en parte mi culpa, Tomás. Yo… Invité a Clotilde. Pero nunca creí que… (Intentando acercarse.)
VIDRIERA: ¡No te acerques! (Héctor retrocede.) – ¡Algodón!
HÉCTOR: Esperá, por favor, escuchame. Yo creía que te iba a hacer bien un poco de diversión. ¡Qué sé yo! El contacto con una dama… Siempre trabajando tanto, siempre estudiando tanto… Tantas leyes, tanto. Y ya te habías recibido de licenciado… En fin. Ella no pudo soportar que no le dieras pelota. Mucho menos siendo ella tan… ¿cómo decirlo?… evidente. Creo que se le fue la mano con el afrodisíaco… (La enfermera intenta acercarse.)
VIDRIERA: ¡No se acerquen!
EL DOCTOR: Usted comenzó a retorcerse de dolor, gritaba desesperadamente, le subió la fiebre a límites impensables de soportar para un cuerpo humano, después entró en un profundo sueño, estaba absolutamente inconsciente, y luego comenzó a delirar dormido…
HÉCTOR: Creeme, Tomás, hace mucho tiempo que no abrías los ojos y me siento muy mal porque soy en parte responsable. (Intenta acercarse.)
VIDRIERA: ¡No te acerques! ¡No me toques! Traigan el algodón, rápido, las sábanas. No me dejen así. ¡Están meta hablar, meta hablar y nadie hace nada!
LA ENFERMERA: Está delirando…
HÉCTOR: (Acusando la incompetencia de la enfermera.) –Bueh…
LA ENFERMERA: Hay que hacer algo.
VIDRIERA: ¡Traer algodón!
EL DOCTOR: Tomás. Permítame presentarme. (Va a darle la mano.)
VIDRIERA: ¡No me toque! ¿Acaso son tan idiotas que todavía no entienden? Salude de lejos.
EL DOCTOR: Claro. (Saludando con la mano.) –Soy Nelson Buenavente, su doctor.
VIDRIERA: ¿Cómo le va?
EL DOCTOR: (Le habla de una manera rara. Como si Tomás no entendiera el idioma o fuera tonto.) –Bien. Supongo que usted no me recuerda porque cuando comencé a acompañarlo estaba sumergido en su inconsciente, pero ya hace seis meses que lo acompaño.
VIDRIERA: Ya lo dijo. ¿Y?
EL DOCTOR: Yo me acerqué a usted en reiteradas oportunidades, abrí su boca, examiné su lengua, la enfermera le tomó la fiebre, escuchó su pulso…
VIDRIERA: ¿Y?
EL DOCTOR: Que usted jamás se rompió. ¿Por qué piensa que va a romperse ahora?
VIDRIERA: ¿Usted es médico y me lo pregunta? ¿Por qué se creen que pueden ver a través de mí? ¡Soy de vidrio! ¡Soy de cristal! Soy muy vulnerable. Me puedo romper en cualquier momento. En cualquier momento me rompo si no me traen el algodón y las sábanas. ¡Por favor! ¡Ya! Me quiero envolver. No puedo seguir así, por favor, por favor.
HÉCTOR: Basta, Tomás, dejate de pavadas. Nos estás asustando. Vos no sos de cristal. Lo sabés bien.
VIDRIERA: ¿Qué estás haciendo? ¿Qué querés, Héctor?
HÉCTOR: Basta. Soy tu patrón, pero antes que nada soy tu amigo. No puedo más, por favor. Estuve meses rezando, rogando, para que te despiertes. ¿Y ahora que te despertás no lo puedo disfrutar? ¿No tengo derecho a alegrarme? ¿A festejarte? ¿A abrazarte?
VIDRIERA: (Amenazante.) –Ni se te ocurra.
HÉCTOR: Por favor, Tomás. Ya dejó de ser gracioso.
VIDRIERA: Eso necesito decirte yo. Basta, Héctor. No me estoy divirtiendo…
HÉCTOR: Vos no sos de cristal, Tomás. ¡Te voy a abrazar y te lo voy a comprobar!
VIDRIERA: ¡No!
HÉCTOR: Sí.
VIDRIERA: ¡No!
HÉCTOR: Voy. (Avanza, va tras Tomás. Tomás corre por todo el salón, esquiva objetos, salta, hace de todo con tal de evitar ese abrazo.) – ¿Ves que no sos de vidrio? (Grita mientras corre.) –Si fueras de vidrio estarías todo roto de tanta corrida y salto.
VIDRIERA: Basta, por favor, por favor. ¡No! (Siguen corriendo.)
HÉCTOR: (Que no lo puede alcanzar.) –Basta, la puta madre, por favor… (Pausa. Al doctor y la enfermera) – ¿Me pueden ayudar? Lo tenemos que agarrar. Tiene que darse cuenta que no le va a pasar nada. Hay que agarrarlo. Es lo único…
EL DOCTOR: (Entrando en acción.) –Es verdad. Hay que hacerlo entrar en razón.
LA ENFERMERA: (Entrando en acción.) –Usted está delirando, Tomás.
Los gritos de Tomás son cada vez más fuertes. Al parecer no tiene salida. No es fácil agarrarlo. Finalmente lo toman entre los tres. El doctor de un brazo, la enfermera del otro. Tomás se siente morir. Está desesperado. Siente cómo se rompe. Grita y se zarandea cada vez más.
VIDRIERA: ¡No! ¡No! ¡No! ¡Me roooompooooo!
HÉCTOR: No te rompés nada, sos mi amigo. (Lo abraza.)
Tomás se desmaya profundamente. Tanto que parece muerto. Lo sueltan. Cae seco en el suelo. La enfermera le toma el pulso. El doctor le acerca un frasco de sales a la nariz, etcétera.
HÉCTOR: ¿Qué tiene?
LA ENFERMERA: Un desmayo.
HÉCTOR: Por un momento pensé que lo maté de un abrazo… ¿Por qué no se despierta? Es mucho tiempo para un desmayo…
LA ENFERMERA: Porque es un desmayo largo.
HÉCTOR: Ah.
EL DOCTOR: Llevémoslo a la cama. (Lo levantan entre todos. Baja la luz.)
Suena la misma música del principio. Vuelve a subir la luz. Sobre la cama duerme Tomás. Parece que pasó mucho tiempo. Agoniza. Sufre dormido. Grita cada vez más fuerte. Despierta asustado por sus propios gritos. Todo muy similar al comienzo. Silencio. Extrañamiento. Él mira sus brazos, se observa como descubriendo su cuerpo por primera vez, se asusta, toca con miedo su cara, se alarma. Hay aire en sus axilas. No puede bajar los brazos. No puede moverse con libertad. Está aterrado. Se va a romper. Mira hacia la puerta. No sabe cómo proceder…
VIDRIERA: (Grita muy alterado.) – ¡Ayuda! ¡Auxilioooo! ¡Ayuda!
De afuera se escucha: «Se despertó» «Ahí está» «Es Tomás. Vamos, rápido». El doctor, la enfermera y Héctor abren otra vez la puerta. Ni bien ingresan Tomás deja de gritar. Todos permanecen por un instante congelados. Ellos miran a Tomás. Tomás los observa a ellos. Estáticos y alerta. Amagan acercarse
VIDRIERA: ¡No! (Paran inmediatamente todos.) – ¡Me rompen!
LA ENFERMERA: ¡Le trajimos algodón!
HÉCTOR: Y sábanas.
DOCTOR: Y agua.
VIDRIERA: Rápido, el algodón.
La enfermera se lo va a acercar.
VIDRIERA: ¡No! Empújelo con algo. Un lampazo o una escoba. Algo largo.
LA ENFERMERA: Bien. Voy a buscar la escoba. (Sale.)
EL DOCTOR: Sería bueno que se hidrate. ¿Quiere agua? (Le va a alcanzar el vaso.)
VIDRIERA: ¡No! (El doctor frena.) – ¡Sí! (El doctor avanza.) – ¡Pero no! (El doctor frena.) –No puedo tomar así. ¿Usted no sabe? Por favor. El agua en un latón grande.
HÉCTOR: Voy a buscar un latón.
Entra la enfermera con una vara y empuja el algodón cerca de Tomás. Tomás lo agarra meticulosamente y se pone una bola gigante de algodón en cada axila. Así puede por primera vez abandonar un poco la tensión espantosa que suponía tener los brazos permanentemente en el aire para no cascarse consigo mismo.
VIDRIERA: Así estoy mejor.
Entra Héctor con el latón lleno de agua.
HÉCTOR: Bueno, parece que intercambiamos papeles. Llegó el agua. (Atravesando el salón.) –La voy a poner acá arriba porque no la podés levantar. Pesa como veinte mil kilos. Si la agarrás se te van a hacer pelota los brazos. Va a terminar el piso llenito de astillas y te voy a tener que barrer. (Se ríe de imaginarlo. Los ojos de la enfermera y el doctor parecen de huevo.)
VIDRIERA: Gracias.
Silencio. Al parecer Tomás se está fabricando zapatos con el algodón restante. Sus movimiento son muy prudentes y de una tensión muy cómica. Avanza patinando con dificultad hacia el latón. Una vez en frente se inclina y toma como si fuese un gatito. Ninguno de los presentes puede acreditar lo que está sucediendo. La enfermera pincha un trozo de pan en la vara y la extiende frente a Tomás cuando éste se incorpora. Él no se asusta porque está bastante lejos
LA ENFERMERA: Debe tener hambre. ¿Quiere comer?
Vidriera se acerca, paso a paso, con mucha prudencia, desconfiado. Al llegar cerca del pan se inclina y come como un pajarito.
VIDRIERA: Rico. No quiero más. Quiero salir. ¿Me llevan afuera?
HÉCTOR: Pero qué tupé… ¿Qué pasó con mi empleado?
VIDRIERA: Ya no puedo seguir siendo tu empleado, Héctor. Te agradezco todo lo que hiciste por mi cuando era de carne y hueso.
HÉCTOR: (Se siente traicionado.) –Te saqué de la calle. Eras un gurisito.
LA ENFERMERA: Pobrecito. ¿De la calle? ¿Y los papás?
HÉCTOR: Nunca me quiso hablar de ellos. Primero me dijo que no se acordaba de sus padres. Después que no me los iba a nombrar hasta no llegar a ser alguien famoso por sus estudios y poder honrarlos de verdad. Qué sé yo… Le di trabajo, le pagué toda la carrera, se graduó en Leyes, fue un excelente estudiante, y sin embargo nunca le pareció suficiente como para honrar a sus padres…
LA ENFERMERA: ¡Qué corazón! Eso se llama dignidad.
VIDRIERA: Eso puede tener cualquier nombre menos dignidad. Llámele humildad disfrazada, vergüenza de mi clan, pretensión de otro origen, negación de la realidad, llámele cagada.
Se miran entre todos, con gestos cómplices que subrayan la locura de Tomás.
HÉCTOR: (A los demás, entre líneas.) –Nunca había dicho una mala palabra. Estoy totalmente desorbitado. Él siempre fue muy trabajador, estudioso, tan atento conmigo y tan buen empleado que ya a esta altura realmente lo quiero como a un hermano.
EL DOCTOR: (A Tomás.) –Creo que no va a ser posible salir todavía. Usted no está dado de alta.
VIDRIERA: ¿Por qué no?
EL DOCTOR: Necesitaría hacerle un chequeo general para eso.
VIDRIERA: Bien. No hay problema. No salimos por ahora.
EL DOCTOR: Comprendo que no habrá forma de acercarme a usted por ahora…
VIDRIERA: Es muy astuto.
EL DOCTOR: ¿Puedo hacerle algunas preguntas, si no es molestia?
VIDRIERA: (Con sonrisa entre zorra y satisfactoria.) –Por supuesto. Pregunte. Pregunte todo lo que quiera. (Pausa. El doctor va a comenzar y lo interrumpe.) –Pero, por favor, por favor, antes arrímeme la vara, por favor. (Como en cámara lenta el doctor le arrima la vara que gira lentamente por el piso. Tomás envuelve sus manos con algodón y la agarra.) –Bien. Este va a ser mi freno. Acérquense. (Los otros comienzan a acercarse. Tomás levanta la vara.) –Hasta ahí. Genial. Pregunten nomás. Pónganse cómodos. Tomen asiento. Pregunten lo que quieran. Yo les voy a responder con muchísimo entendimiento. Soy de cristal. Es una materia sutil. La verdad florece de mí con más eficacia y rapidez que de cualquiera de ustedes. Me puedo romper fácil. Es verdad. Pero no tengo reparos en decir la verdad. Me puedo comunicar sin interferencia. Sin falsedad. Estoy limpio de toda hipocresía.
LA ENFERMERA: ¿Por qué dice eso?
VIDRIERA: Ya no tengo nada que ocultar. No premedito, ni estudio, ni pienso lo que digo. No pretendo quedar bien parado, ni resultar inteligente. Hay estúpidos que ensayan la espontaneidad. Hay estúpidos que se hacen los espontáneos después de estudiar milimétricamente todo aquello que deciden exponer haciéndose pasar por iluminados o genios.
Pausa. Los tres están anonadados… No pueden creer lo que están escuchando. Se produce un silencio bastante largo porque nadie sabe qué decir y todos comienzan a entender que Vidriera está más loco de lo que pensaban.
HÉCTOR: Seguí.
EL DOCTOR: Siga, sí.
LA ENFERMERA: ¿Qué lo hace tan especial?
VIDRIERA: Me liberé. Me liberé de la ambición y la estupidez. De la pretensión constante de ser bueno y eficiente. Ya no… Ya no pretendo dar con la nota sin sentir la nota. No me interesa clavarla en el ángulo cuando estoy frente a un círculo. Esa ridiculez de pretender ser un genio sin saberse grande… Esa vergüenza de disfrutar que otros te consideren elevado mientras en el fondo te sabés un gusano es la manifestación absoluta de la mediocridad.
HÉCTOR: Mirá vos…
LA ENFERMERA: Yo no soy así.
EL DOCTOR: Yo tampoco. Es que evidentemente se refiere a alguien en particular. ¿Nos puede contar para quién es la indirecta o nos tenemos que quedar con la incógnita?
Silencio. Gestos.
LA ENFERMERA: ¿Se refiere a cómo usted era antes? (Silencio. Gestos.) –Yo no entiendo nada.
VIDRIERA: Hay cosas que no necesitan entenderse, señora… Perdón, ¿cómo es su nombre?
LA ENFERMERA: Marta.
VIDRIERA: Marta. (Pausa.) –La condenaron con ese nombre… (El doctor y Héctor ríen.)
LA ENFERMERA: No me parece gracioso.
HÉCTOR: Fue muy gracioso.
VIDRIERA: El origen del nombre Marta está relacionado con la Biblia, procede del arameo y significa «señora».
LA ENFERMERA: Señorita, por favor.
VIDRIERA: Según su nombre usted nació señora.
LA ENFERMERA: ¿Qué estupideces son estas?
EL DOCTOR: Silencio, Marta.
LA ENFERMERA: ¡No me diga Marta! (Pausa.) –Martita.
HÉCTOR: ¿Y Héctor?
EL DOCTOR: Héctor es usted.
HÉCTOR: Ya sé. ¿Pero, qué quiere decir Héctor?
VIDRIERA: Héctor es un nombre de origen griego. El significado es «poseedor».
HÉCTOR: ¿Poseedor de qué?
EL DOCTOR: Yo me llamo Nelson.
VIDRIERA: Mucho gusto.
EL DOCTOR: Por favor.
VIDRIERA: Nelson. De origen inglés. «Hijo de Neil». «Neil» es una forma irlandesa derivada de «niadh». Niadh es campeón. Nelson significa hijo de campeón. Es posible que su padre haya sido un buen médico. Usted vive con la sensación de no llegarle a los talones, quizá.
LA ENFERMERA: (Asombrada.) – ¿Cómo?
EL DOCTOR: (Fastidiado.) –Está delirando, Marta. No es verdad.
VIDRIERA: Es duro reconocerse. (El doctor se para. Tomás se siente amenazado.) – ¡Quieto, no se acerque!
EL DOCTOR: (Fingiendo que nada le sucede.) –Por favor. No sea cagón. Voy a salir un rato. (Se va.)
HÉCTOR: El doctor te dijo cagón…
VIDRIERA: Está bien. Está perturbado. Se sintió amenazado.
LA ENFERMERA: ¿Por qué no hablamos de otra cosa? No sé. No entiendo muy bien lo que me pasa. Siento que usted está más loco que una cabra, pero no quiero dejar de escucharlo.
VIDRIERA: A lo mejor algo en el fondo le dice que tengo razón.
LA ENFERMERA: No creo. Pero no importa. Hable. (Silencio.) – ¡Hable, carajo!
VIDRIERA: ¿Qué quiere escuchar?
LA ENFERMERA: ¿Qué opina de… ¡Mi vecina Estela!?
VIDRIERA: No la conozco.
LA ENFERMERA: Claro. Le cuento: es flor de degenerada. Una atorranta. No sabe las polleras que usa… Siempre le va bien pero es muy injusto porque no tiene talento para nada. ¿Por qué algunos miserables tienen tanto y les va tan bien mientras otra gente digna y derecha tiene tan poco? Me da una rabia eso… Estela es una cucaracha ridícula con minifalda.
VIDRIERA: ¿Y por qué le preocupa tanto?
LA ENFERMERA: ¿Eh?
VIDRIERA: Su vecina… ¿Por qué le preocupa tanto?
LA ENFERMERA: ¡Ay, por favor! ¿Qué dice? Esa chirusa no me preocupa nada.
VIDRIERA: Su actitud se contradice con su discurso.
LA ENFERMERA: ¿Usted qué sabe lo que realmente siento yo?
VIDRIERA: ¿La envidia?
LA ENFERMERA: No sea ridículo.
VIDRIERA: ¿Y por qué usted no usa ese tipo de polleras que usa su vecina, por ejemplo? No le quedarían nada mal. ¿No tendrá miedo de que otros piensen de usted lo que usted piensa de su vecina? Puede que me diga que es porque no le da la gana y punto. Pero en ese caso no repararía con tanta vehemencia la libertad que goza su vecina de usar lo que se le canta usar. Déjela tranquila, pobre mujer.
Marta queda boquiabierta.
LA ENFERMERA: No, nada que ver. Estela es una engreída.
VIDRIERA: (Incluyendo a Héctor con mirada cómplice.) –Hay muchas personas que opinan que los que creen en sí mismos «se la creen». Tal vez haya que «creérsela» un poco más y criticar menos. El que juzga a otro de alguna forma se condena a sí mismo, también, ¿no?
HÉCTOR: Sí. (Pausa.) – ¿Qué carajo querés decir?
VIDRIERA: Criticar a los demás es un escudo. ¿Qué pasa si Marta se pone una minifalda? ¿Cuál es el problema? ¿Hay problema? No. Pero ella critica a su vecina porque usa pollerita. Es obvio que ella ni siquiera se va a cuestionar si le gustaría usar una pollera. Ni siquiera se permite preguntarse con sinceridad si le gusta o si no. Por prejuicio la gente ni siquiera se conoce.
HÉCTOR: Ta. Eso ya es muy exagerado…
VIDRIERA: Te juro que no. Despertarme hoy en este estado fue difícil de digerir. Los ojos se me abrieron de golpe, Héctor. Ahora lo veo todo muy claro. Nadie es quien cree ser. Hay una distancia abismal entre lo que uno es y lo que uno cree que es.
HÉCTOR: Pero yo me conozco. Soy un hombre de bien, vos me conocés también y, modestia aparte, tengo altos pensamientos.
VIDRIERA: Tan altos que no los alcanzás, quizá… Lo único que ves es la fachada que levantaste para no perder. Al compás de las obligaciones sociales: «Hay que ser bueno, hay que ser honrado, no hay que ser violento, no hay que ser malo, hay que elevarse».
HÉCTOR: En todo caso estarás hablando de vos y tu historia.
VIDRIERA: Estoy hablando de todas las historias, incluida la mía de hombre común también, por supuesto. Pero casi todos los hombres funcionan igual. Negando cosas de sí mismos. Y nadie asume ser violento, pero la cultura de la «no violencia» sólo engendra más violencia. En el fondo late siempre lo que se tiene. Y cuanto más reprimido está: más salvaje se vuelve.
HÉCTOR: (Evidentemente alterado.) – ¿Estás diciendo que yo soy violento, que soy salvaje, que soy peligroso? ¿Qué te pasa?
VIDRIERA: Todo el mundo es violento porque todo el mundo es humano. La violencia está ahí. Late adentro. No se debería negar. Reconocerla es dominarla. Ignorarla es darle permiso para que algún día se apodere de nosotros.
Héctor está enojado. Sus puños se cerraron, sus narinas se ensancharon. Se quiere acercar violentamente a Tomás.
VIDRIERA: ¡No te acerques!
HÉCTOR: Yo no puedo creer… Yo no puedo creer, Tomás, lo que me estás diciendo. Vos me conocés. Hace tiempo me conocés… Te rescaté de la calle. Soy un tipo de bien. Te pasaste para el patio. Me estás jodiendo. Me estás provocando.
VIDRIERA: Cuidado, Héctor. Tu manera de actuar me está dando la razón. No te acerques.
HÉCTOR: Pero al final sos un sorete. ¡Sos un sorete! Yo te tendría que matar. ¡Dejá esa vara si tenés huevos!
LA ENFERMERA: ¡Chicos, por favor! ¡Juicio, Héctor! ¡Basta, Héctor! ¡No lo rompas! ¡No! (Se tira encima de Héctor. Lo golpea. Una. Dos. Tres veces. Más. Lo termina sacando para afuera a patadas.) – ¡Y hasta que no te calmes no vuelvas! (Con gesto de lavarse las manos.) – ¡Pero qué violencia, por favor, qué hijo de puta! (Silencio largo.) –Licenciado… Ahora que estamos solos…. ¿Le puedo confesar algo? Necesito su opinión. Yo últimamente no me siento bien. Nada me sale bien. Me da mucha vergüenza decirle esto… Siento que no valgo… Siento que soy lo peor del mundo.
VIDRIERA: La felicito.
LA ENFERMERA: ¿Qué?
VIDRIERA: Nada le puede hacer peor. Eso es genial. Ya no se va a decepcionar, ¿entiende? Es la peor. Es muy cómodo eso. Disfrútelo.
LA ENFERMERA: ¿Qué me está diciendo? Le estoy hablando en serio. Le cuento que me siento mal. Que últimamente siento que no valgo nada…
VIDRIERA: Y yo le digo que es muy cómodo sentirse así porque más bajo no se puede caer.
LA ENFERMERA: (Indignada, como al cielo…) – ¡Aah! ¿Es que nadie me presta atención?
VIDRIERA: No. Eso sí que no. Su fracaso no es culpa mía. Sólo hay una persona responsable de usted: usted. Si nadie le presta atención muy probablemente su actitud no merece ser atendida. Y si usted no confía en sí misma siempre va a encontrar razones para fracasar.
LA ENFERMERA: La puta madre…
Entra el doctor con tres personas más. Dos mujeres y un hombre. La enfermera está desconcertada y aprovechando que la puerta se abrió se va.
EL DOCTOR: Pasen. Es por acá. Van a ver lo que es… (A Vidriera.) – ¡Tomás! ¿Qué tal? Tanto tiempo. ¿Cómo le va? (A las personas que ingresaron.) –No se acerquen, por favor, que lo rompen. (A Vidriera.) –Mire: ella se llama Dolores, él Gilberto y ésta otra Cornelia. (Sus intenciones son paupérrimas. Quiere burlarse del significado de los nombres dado por Tomás.)
VIDRIERA: ¡Cornelia! Mucho gusto.
CORNELIA: El gusto es mío, señor Tomás. Me contaron de su enorme potencial.
VIDRIERA: Yo no tengo nada de eso. Sólo hablo sin filtro.
Todos se miran entre sí y abren los ojos. Nadie le cree, pero le siguen el juego. Se hacen caras y guiñadas.
GILBERTO: Claro, claro. Lo sabemos. Porque usted es de vidrio, ¿verdad?
VIDRIERA: Es verdad.
EL DOCTOR: ¿Y usted escuchó bien los nombres de las personas que ingresaron?
VIDRIERA: Escuché.
EL DOCTOR: ¿Los recuerda?
VIDRIERA: Los recuerdo.
EL DOCTOR: ¿Y?
VIDRIERA: ¿Y qué?
EL DOCTOR: ¿No va a decir nada?
VIDRIERA: ¿Qué quiere que diga?
EL DOCTOR: Y… Usted sabe… Dolores… (Silencio.) –Cornelia… (Silencio.) –Gilberto… (Silencio.) – ¿Nada?
Entra Héctor con almohadones.
HÉCTOR: ¿Cómo estás, Tomás? ¿Te sentís bien? Te traje unos almohadones para que estés más confortable. Te pido perdón. Me dejé llevar. No sé qué me pasó.
VIDRIERA: ¡No te acerques, no te acerques! Ya te perdoné. Pero no te acerques.
HÉCTOR: ¿De verdad me perdonaste?
VIDRIERA: Nunca te culpé. Así que no tuve ni siquiera que perdonarte.
HÉCTOR: ¿No?
VIDRIERA: No. (Silencio.) – ¿Qué pasa? Todo el mundo busca perdonar. Y culpar. Y perdonar. «Hay que perdonar». «Tengo que perdonar». «Perdonar a los que me hicieron mal». «¡Y justicia!» «¡Justicia!» Por favor… Qué disparate. El verdadero perdón, el verdadero perdón, surge cuando uno se da cuenta que no hay nada que perdonar. No podemos seguir creyendo en los malos y los buenos. Mucho menos si creemos que los buenos somos nosotros. Si entendiéramos un poco más… Si dejáramos de echar culpas tendríamos mucho más coraje para tomar acción, cambiar, aceptar nuestros propios errores y aprender del error. ¿Quién aprende del error si nadie admite cometerlo? Cuando era de carne y hueso yo vi jueces dictar sentencias con tanta impunidad y descaro que cualquiera de sus sentencias superaba ampliamente la aberración de los delitos cometidos. La justicia es una trampa, también.
HÉCTOR: (A los demás, irónico.) –Menos mal que es licenciado en Leyes…
VIDRIERA: El primero que echó la culpa en la historia de la humanidad fue el que se sintió culpable. No tengo dudas.
DOLORES: ¿Pasa mucho con las flatulencias, no?
VIDRIERA: ¿Cómo?
DOLORES: Claro… El que se tira un gas es el primero en preguntar quién se cagó… Perdón por la expresión.
VIDRIERA: (Riendo.) –Es un buen ejemplo. Eso de echar la culpa es un invento para no hacerse cargo.
GILBERTO: Es verdad. Mi hijo hace eso. Mi hijo me vive echando la culpa de todo y no tengo forma de sacarlo derecho. Le digo mil veces las cosas y no hay manera, no hay manera, no entiende nada. No le entra nada. No escucha, no escucha. No cambia. Es un necio…
VIDRIERA: En el caso de los hijos la cosa cambia, quizá… Los hijos no aprenden por lo que escuchan. Aprenden por imitación. Usted no tendría que haber sido padre.
GILBERTO: (Que no escuchó ni procesó nada.) –Sí, sí. Muy fuerte el chiquilín. No escucha nada.
Todos se ríen de Gilberto. Gilberto acompaña porque no se entera del motivo.
DOLORES: Señor.
VIDRIERA: Dolores.
DOLORES: Yo estoy enferma. Muy enferma. No logro sanar.
VIDRIERA: A lo mejor en usted existe algo que no deja ser. Una verdad que no quiere reconocer, quizá.
DOLORES: ¿Me está diciendo mentirosa?
VIDRIERA: No, claro que no. En todo caso le estoy diciendo que se engaña a sí misma. Que no se está permitiendo aceptar alguna intención que en usted vibra.
DOLORES: Yo no vibro. No sea degenerado.
VIDRIERA: ¿No? Debería darse el permiso de escucharse vibrar.
EL DOCTOR: Usted dice un montón de frases hechas. Sus frases hechas son un disparate. La señora está enferma y no necesita frases hechas. Tampoco un vibrador. Necesita un doctor.
VIDRIERA: Las frases hechas dejan de ser frases hechas cuando la experiencia avala su grandeza. Recién ahí uno logra entender que por algo se convirtieron en frases hechas. Los que no tuvieron oportunidad no las entienden porque no las pasaron por el alma.
CORNELIA: Ay, yo no entiendo un corno.
DOLORES: Cornelia, usted no puede decir eso…
EL MÉDICO: Hay que ver si existe el alma todavía.
VIDRIERA: Fue una forma de decir. Llámele certeza. Llámele como quiera. Si estamos atentos, en algún momento, adquirimos un conocimiento que nos trasciende. Eso nos da cierta seguridad. Usted muchas veces diagnostica sin seguridad. ¿O no? ¿O qué? ¿Acaso no diagnostica muchas veces por miedo a equivocarse? ¿Y acaso muchas otras veces no prefiere medicar antes que curar? El poder del médico es muchas veces tirano. Y más cuando el doctor está obligado a competir con su padre. El gran doctor. Está la obligación de eficiencia. Y la eficiencia en un doctor no debería ser un tema de competencia, sino de compasión.
EL MÉDICO: Mi padre siempre fue mi maestro. Jamás competiría con mi maestro.
VIDRIERA: No es maestro quien impide que sus discípulos lo superen.
EL MÉDICO: (Al resto.) –Está loco completamente.
HÉCTOR: Sí. Es genial.
Entra la enfermera de minifalda con un oso de peluche.
LA ENFERMERA: Tomás, le traje un peluchito. Usted lo puede agarrar, abrazar sin miedo, y a la vez él lo puede proteger. ¿No es divino?
EL MÉDICO: ¿Qué es esto, Marta? ¿Qué hace así vestida?
LA ENFERMERA: ¿Qué problema tiene, doctor? A mí me gusta. Si no le gusta voy a empezar a creer que es usted el que en el fondo quiere usar pollera. ¡Reprimido!
EL MÉDICO: ¡Ridícula! (Lo hacen callar.)
HÉCTOR: Tomás, ¿por qué creés que te hacemos tantas preguntas?
VIDRIERA: Porque no se animan a responderlas ustedes mismos. A lo mejor tienen miedo de sentirse desubicados o locos, qué se yo… Pero ninguno tiene coraje para pronunciarse desde un lugar que no sea el conocido. El lugar conocido es llano. No propone. No arriesga. Por eso no encuentra nada nuevo. No encuentra nada de nada.
GILBERTO: Sólo un loco puede decir eso.
VIDRIERA: Gilberto, me escuchó.
GILBERTO: ¿Eh?
VIDRIERA: Nada.
LA ENFERMERA: (Aplaudiendo, gritando y llamando la atención.) – ¡Bueno, bueno, bueno!
La enfermera sale y entra enseguida con una gran silla de ruedas almohadonada cuidadosamente para Tomás.
LA ENFERMERA: Llegó la hora de pasear, Tomás. Vamos a la plaza. Supongo que el doctor no tendrá ni la más remota gana de firmar el alta, pero el paseo se hace indispensable para su recuperación. ¿Verdad, doctor? La gente lo tiene que escuchar. Yo no sé qué pasa con este hombre, pero este hombre hace bien. Se lo dije sólo a dos o tres personas, pero se corrió el rumor por todas partes. La gente es chusma, ¿vio? Ahora lo piden de todas partes.
VIDRIERA: La gente se divierte escuchando de miserias ajenas, pero cuando el objeto es uno mismo no hay verdad que entre. En fin… No es asunto mío. Quiero salir. Si ustedes me cuidan quiero pasear.
LA ENFERMERA: ¡Claro!
VIDRIERA: Pero no me pueden tocar, no me pueden romper. (Cuando Vidriera contacta con la idea de su cuerpo cambia radicalmente de actitud, pierde toda la seguridad que manifiesta en su discurso, se lo ve espeluznantemente vulnerable y desquiciado.)
Le acercan la silla. Todos quieren ayudar, pero Tomás no deja que nadie se acerque. No es fácil. Dan muchas vueltas. Todos opinan. Todos aconsejan. Finalmente lo logran. No se sabe bien cómo, pero lo logran.
HÉCTOR: Bueno, Tomás. Ahora alguien te tiene que llevar. ¿Entendés, verdad? Yo te puedo llevar.
LA ENFERMERA: Yo lo llevo. No se discute.
VIDRIERA: Con prudencia por favor.
LA ENFERMERA: Prudencia es mi segundo nombre.
VIDRIERA: No es verdad.
LA ENFERMERA: Claro que no. Pero pierda cuidado que no voy a tener cuidado. Es decir… No se preocupe que voy a tener cuidado.
VIDRIERA: Si además de su cuidado me deja a mí preocuparme le agradezco.
LA ENFERMERA: Descuide.
VIDRIERA: ¡No!
LA ENFERMERA: Claro. Quise decir eso. En maaarchaaa… (Arranca con Tomás hacia fuera de una forma no muy prudente. Tomás le ruega que vaya más despacio.)
VIDRIERA: ¡Héctor, por favor, llevame vos!
LA ENFERMERA: No. Bueno. Uno de cada lado.
HÉCTOR: Me parece bien. (Lo agarran uno de cada lado.) –Vamos a la plaza.
Música. Inician salida. El resto en procesión. Es importante que el equipo creativo trabaje con libertad este trayecto y sus movimientos. Forman parte indispensable del encanto de la pieza y es fundamental que se descubra un código auténtico, imposible de plasmar desde la chatura dramatúrgica. Se escuchan ruidos de calle. Los niños tiran piedras, se burlan. Tomás grita «No me tiren piedras, me van a matar». Los otros lo defienden: «Basta. Lo ponen nervioso. ¿No se dan cuenta que está chiflado? No lo judeen más». Hasta que llegan por fin a la plaza. La gente se acerca curiosa. Se amontona frente a él, lo señalan como a un mono. Le siguen tirando cosas, serpentinas, papelitos.
UNO: Así que usted es Tomás. El famoso Tomás.
VIDRIERA: (Elevando la vara.) –Manténganse alejados, por favor. Por favor, no tiren piedras.
UNO: Es el famoso chiflado.
VIDRIERA: No soy famoso ni pretendo serlo.
DOS: ¿Es verdad que siempre tiene una respuesta para todo?
VIDRIERA: Todavía no me quedé sin respuesta. Pero podría pasar. El asunto es que no me estresa.
TRES: ¿Y por qué piensa que siempre encuentra respuestas para todo?
VIDRIERA: Supongo que porque no me importa lo que ustedes opinen de lo que digo. Sólo me importa la verdad.
UNO: ¿Está seguro de que existe una única verdad?
DOS: ¿No le parece verdad eso de que la verdad depende de los lentes que la ven?
VIDRIERA: No confunda opinión con verdad. La opinión cambia, la verdad no. Los lentes por lo general están empañados. La verdad se ve cuando uno tiene el valor de sacarse los lentes.
DOS: ¿Y si uno es miope?
VIDRIERA: Si uno es miope es muy probable que no quiera ver.
UNO: ¿Qué números van a salir en la quiniela?
VIDRIERA: Los suyos no. Le recomiendo no jugar.
TRES: ¿Y usted qué es? ¿Un profeta?
VIDRIERA: No, por favor. No existen los profetas.
UNO: ¿Un farsante? ¿Un artista?
VIDRIERA: Por favor, nunca confunda farsante con artista.
DOS: ¿Por qué no? ¿Usted es artista, acaso?
VIDRIERA: Claro que no. No soy tan terco ni tan elevado.
TRES: No entiendo eso de tan terco y elevado.
VIDRIERA: No soy tan terco como para creerme un artista ni tan elevado como para serlo de verdad.
DOS: ¿Y qué opina usted de los artistas, entonces?
VIDRIERA: Está repleto de artistas. Todos quieren ser artistas. Todos quieren destacarse y todo el mundo se dice artista. Del infinito número de artistas son muy pocos los artistas de verdad. Son tan pocos que casi no cuentan. Pero los admiro y reverencio en realidad. El verdadero arte tiene el don alquímico de transformar la miseria y el dolor en deleite y maravilla porque sabe que son parte imprescindible de la vida y al aceptarlos los trasciende. La persona que realmente llega a deleitar con su arte reivindica las palabras de Ovidio: «Dios está en nosotros. Y al actuar impulsados por él nos enardecemos». Eso hace el verdadero artista. Los malos artistas sólo cacarean la idiotez y la arrogancia del mundo. Actúan por necesidad de agradar sin hacerse cargo del gran potencial que en realidad tienen. Le dicen a la gente «por favor, aprecien mi obra, no vale nada, es humilde porque es mía, pero bueno, tiene algo especial. Les hago precio. Con descuento. Vayan a verme por favor. Por favor. ¡Por favor! ¿Qué pasa? ¿Acaso nadie valora a los artistas?» Enganchan mediante la lástima o la fanfarronería. Y una vez frente a las víctimas lanzan ese engendro acartonado, pretencioso y tan lejos de la esencia, tan lejos del alma… Y si la gente no se pone de pie para aplaudir entonces la gente no entiende y es necesario que la gente lo vea otra vez para comprender el sentido «elevado», «magno» y «digno» de su «arte». Y todos los pichones de artistas, todos los holgazanes critican al arte que se aleja del retablo de su «arte». Juzgan a todo lo que se aleja de sus coordenadas, sus estructuras y sus reglas. Ellos opinan y critican desfachatadamente sin detenerse a pensar un momento lo que están diciendo porque tampoco se detuvieron a observar de verdad al objeto de su crítica. Jamás se cuestionaron su lugar. Jamás se replantearon nada. El ignorante juzga lo que no se permite conocer y aborrece lo que no entiende. Eso sí: también exige que se le alabe y se le festeje. No son artistas gracias a la vida, son artistas a pesar de ella, y ese arte se parece más a la mierda que al arte.
Se escucha ruido de vidrios que se rompen. Tomás se vuelve vulnerable de repente.
VIDRIERA: ¡Ah! Me quebré. Me rompí. Me quebré…
LA ENFERMERA: No, Tomás, no se lastimó. No se asuste. Se me cayó una copa. Le pido perdón.
DOS: ¿Y por qué piensa que los artistas son siempre unos pela gatos que no ganan un mango?
VIDRIERA: Si estás hablando de los verdaderos artistas te diré que porque ellos así lo permiten y así lo quieren. Los otros… simplemente es lo que se merecen. Uno recibe también lo que da.
GILBERTO: Pero hay muchos chantas que reciben mucho.
VIDRIERA: No se deje engañar… En realidad no hay peor miseria que evaluar la vida en términos monetarios.
DOLORES: Pero de algo hay que vivir. Las ideas no nos dan de comer.
VIDRIERA: Dejar de pensar, eso puede dejarnos pipones.
DOLORES: ¿Qué? ¿Acaso piensa que por ejemplo yo puedo tener la idea de tener un gran trabajo y empezar por eso a cobrar?
VIDRIERA: No sea ilusa. Usted es ilusa y ambiciosa. Sus pretensiones le pasan por encima. No se escucha. ¿Quiere saber lo que logró en todo este tiempo por idealizar su futuro en lugar de vivir la vida? Logró que se esté perdiendo todo lo bueno. Todo lo que se presenta en frente suyo para lograr resultados en concreto. Y ahí va usted. Viajando en una nube de flatulencias. Enferma de no conocerse a sí misma. «¡Conócete a ti mismo!». ¿Por qué cree que Sócrates habrá reparado tanto en esta frase? Dar las cosas por sentadas sólo significa la muerte de las cosas. ¿Y quién se conoce a sí mismo? Casi nadie. Los tercos juran y juran y juran que no son tercos. Todo el mundo los ve tercos menos ellos. Y así le puedo citar mil ejemplos. Uno no es lo que piensa de sí mismo, carajo. Y si uno ve las fallas de todos los otros todo el tiempo: ¿qué insólita estupidez hace que uno se considere el iluminado de la vida, el que no se debe revisar, el perfecto? ¡Que no se mientan estos hombres! Todos los hombres pueden vivir la vida con arte. Lamentablemente la mayoría la vive como una trampa sin salida.
DOS: ¿Por qué?
VIDRIERA: Nadie está dispuesto a reconocer que es un animal.
TRES: ¡Qué barbaridad!
VIDRIERA: ¿Lo ve? ¿Acaso se cree superior a los demás animales? ¿Qué lo hace tan especial? ¿Que puede hablar? ¿Que puede razonar de manera elaborada? ¿Y de qué le sirve todo esto si sus acciones no hacen más que subrayar su pulsión animal? ¡Y encima mientras al mismo tiempo la niega! El orgullo nunca va a reconocer una cagada. Y ahí le puedo asegurar que cagamos.
EL DOCTOR: Tomás, yo la verdad es que no entiendo nada. Usted se contradice. ¿Usted no dijo que porque era de vidrio era sutil y estaba limpio y yo qué sé cuánto?
VIDRIERA: ¿A dónde va con eso?
EL DOCTOR: La verdad es que no parece muy limpio. Está hecho un chancho, dice malas palabras, se calienta. Todos dicen que antes usted era un hombre muy correcto. Que siempre se destacaba por su cordialidad, su laboriosidad y sus estudios.
VIDRIERA: Dije que estaba limpio de hipocresía. Eso significa que soy coherente entre lo que me pasa por dentro y lo que demuestro por fuera. Antes no lo era. Como usted. ¿O usted no finge pasividad cuando está caliente? ¿Verdad que sí? Pues yo ahora soy de una materia sutil. Tan sutil que se manifiesta auténtica. Cuando me caliento me caliento. Cuando estoy contento estoy contento. Cuando estoy triste estoy triste. Y acepto que es un estado pasajero. Anclarse en un lugar es ir en contra de la naturaleza. Pero nadie le da bola a esto. Todos quieren ser felices para siempre. Todos quieren ser felices para siempre mostrando cara de traste permanente. Claro. Está muy bien. ¡Esa cara es la manifestación de la frustración lógica de pretender un imposible! La contradicción es constante. (Ríe. Se siente bien. Le hace bien vivir esta coherencia. Lo disfruta. Comienza a cantar de repente. Cantando muy mal, pero divirtiéndose.) –Pero sí, pero no, pero sí peeeroooo nono oh oh oh.
HÉCTOR: Tomás, por favor, cantás muy mal.
VIDRIERA: Sí. Ya sé. Yo sé. Canto horrible. (Sonríe.) –Estaba tan acostumbrado a destacarme en lo mío que ni siquiera tenía las bolas de probar otras cosas. Claro, probar otras cosas significaba arrancar de abajo… Cantando no le gano a nadie. ¿Para qué voy a cantar? Bueno… como ya no me importa ganar: hoy empecé a cantar. Qué malo que soy, qué bueno… Tenía muchas ganas de probar. Las ganas de cantar atoradas, tenía. Y no cantaba, no cantaba, no cantaba…
Es muy probable que algunas personas ahí presentes comiencen a probar disimuladamente algo nuevo. Incluso cantar bajito.
DOLORES: ¿Y qué opina del amor?
VIDRIERA: Que muchas veces no viene dado. Se tiene que construir. El amor se aprende.
GILBERTO: ¿Qué puedo hacer para ser menos envidioso?
VIDRIERA: ¿Estás dispuesto a trabajar sobre vos?
GILBERTO: Qué sé yo…
VIDRIERA: (Irónico.) –Parece que no. Te conviene dormir más.
TRES: ¿El huevo o la gallina?
VIDRIERA: Los dos.
DOS: ¿Cómo los dos?
VIDRIERA: En la tortilla el huevo, en el salpicón la gallina.
DOLORES: ¿Por qué algunos tienen talento y otros no?
VIDRIERA: Todos tienen talento. Pocos se escuchan con autenticidad y pocos tienen paciencia y dedicación para seguir adelante. Todos quieren ser grandes acróbatas y nadie quiere entrenar. Todos quieren ser grandes lo que sea pero pocos están dispuestos a brindarle la dedicación que se debe brindar.
DOLORES: ¿Qué podemos hacer para perder el miedo?
VIDRIERA: Jamás esperes dejar de tener miedo. Eso es humanamente imposible. Ocultar el miedo sólo te puede dar una cosa: más miedo. Terror al miedo. El miedo está frente a cada cosa nueva. Entonces hay que avanzar igual, comprendiendo que se va. Si no se le tiene miedo al miedo: el miedo se va.
DOLORES: ¿Y si estamos enojados con nuestros padres? Yo estoy muy dolida con mi madre…
VIDRIERA: ¿Usted qué edad tiene?
DOLORES: ¿Tengo que decirle?
VIDRIERA: Por supuesto.
DOLORES: Cuarenta.
VIDRIERA: ¿Tiene hijos?
DOLORES: Una nena.
VIDRIERA: Ocúpese de su hija. Usted ya es grande. Es mamá. Es ridículo que no termine de entender que se tiene que hacer cargo de su nena porque sigue enojada con su mamá. Tuvo la mamá que le tocó. Ya tiene cuarenta. Y parece más vieja.
DOLORES: ¿Cómo dice?
VIDRIERA: ¡Ojo el cristal! Es que se hace demasiada mala sangre.
DOLORES: Sí… Es verdad… Y encima mi marido nunca me regala las flores que tanto le pido…
VIDRIERA: ¡Por favor! ¡Cómprese usted las flores!
TRES: ¿Qué opina de la fidelidad?
VIDRIERA: Que uno debería ser siempre fiel a uno mismo. Dar movimientos coherentes según los impulsos genuinos. Nunca por compromisos morales hacia terceros.
GILBERTO: Ah, pero entonces el mundo sería un ¡Viva la Pepa!
VIDRIERA: No. No todo el mundo actuaría como usted.
CORNELIA: ¡Usted es un genio! Déjeme abrazarlo.
VIDRIERA: No, por favor. No me toque.
CORNELIA: Vamos, no tenga miedo. Lo abrazo suavecito.
VIDRIERA: Cornelia, por favor, no.
CORNELIA: ¡Pero confíe! Si tiene miedo le da más miedo.
VIDRIERA: Se lo ruego. De verdad. Si de algo le sirve escucharme respete mi delicada realidad.
CORNELIA: Está bien. Me quedo con las ganas.
VIDRIERA: (A Héctor y la enfermera.) –Estoy cansado. Quiero irme a casa.
AMBOS: Claro.
La enfermera toma la silla. Héctor pasa disimuladamente la gorra. Salen. Quienes quedan ríen a carcajadas. Hacen señas subrayando su chifladura. Comentan todos al mismo tiempo y con mucho barullo: «Está loquísimo» «¿Y lo que le dijo a Dolores?» «¡Qué atrevimiento!» «¡Por favor!» «Qué disparate». Y vuelven a reír. «Pobre hombre» «Qué locura» «Qué gracioso» «Ojalá mañana lo traigan de nuevo. Me quiero divertir» «Sí, yo también». Salen riendo. Baja la luz.
…………………………….
Suena la misma música del principio. Vuelve a subir la luz sobre la habitación de Tomás. Duerme en la cama. Agoniza. Grita cada vez más fuerte. Despierta asustado por sus propios gritos. Silencio. Extrañamiento. Él mira sus brazos, se observa como descubriendo su cuerpo por primera vez, se asusta, toca con miedo sus brazos, su tronco, su cara. Se alarma. Está aterrado. Se va a romper. Mira la puerta. No sabe cómo proceder…
VIDRIERA: (Grita muy alterado.) – ¡Ayuda! ¡Auxilioooo! ¡Ayuda! (Entra la enfermera. Se miran. Él levanta la vara. Congelan el movimiento. Silencio.)
VIDRIERA: Marta…
LA ENFERMERA: ¡Martita!
VIDRIERA: (Resignado baja la vara.) –Crezca, Marta.
LA ENFERMERA: ¿Ahora?
Ambos ríen.
VIDRIERA: (Melancólico.) –Marta… Cuando yo era un hombre de carne y no de vidrio como soy ahora… (Silencio.)
LA ENFERMERA: Continúe…
VIDRIERA: Yo… (Silencio.)
LA ENFERMERA: ¿Sí?
VIDRIERA: (Está profundamente triste.) –Extraño a mi cuerpo…
LA ENFERMERA: Pero está… delirando…
VIDRIERA: No. Lo extraño mucho. De verdad.
LA ENFERMERA: Tiene un mosquito en el cachete.
VIDRIERA: (Muy asustado.) –¿Qué?
LA ENFERMERA: Que tiene un mosquito en el cachete. ¡Mátelo! Lo va a picar. ¿Y si lo pincha? Se puede quebrar. Mátelo.
VIDRIERA: ¡No puedo!
LA ENFERMERA: ¡Vamos, hombre! ¡Sacúdase aunque sea!
VIDRIERA: No me puedo sacudir. ¡Me voy a romper!
LA ENFERMERA: Se va a romper de todos modos cuando lo pique el mosquito. ¡Vamos!
VIDRIERA: ¡No! El mosquito no me hace nada.
LA ENFERMERA: ¡Ánimo!
VIDRIERA: ¡No!
LA ENFERMERA: ¡Vamos!
VIDRIERA: ¡No!
LA ENFERMERA: Permiso. (Se acerca súbitamente a Tomás y le da una gran cachetada. Va tan rápido que éste ni tiene tiempo de reaccionar.) –Ay, se escapó, mosquito maldito. (Silencio.) – ¡Ay, perdón! Perdoname, por favor.
Lo abraza. Tomás está asustado. No corresponde al abrazo hasta que se desarma y se deja vencer. Abraza a la enfermera como un nene chico que necesita afecto. El abrazo es largo. Conmueve su vuelta al cuerpo. Es triste su vuelta al cuerpo. La enfermera luego le limpia la cara con un pañuelo, le desenvuelve los algodones, lo peina. Todo esto mientras le cuenta algunas cosas que el público no escucha del todo. Se dan indicios de paso de tiempo.
TOMÁS: Me quiero poner el saco verde oscuro. (La enfermera le alcanza el saco.) –Y los zapatos negros. (Tomás se toca. Se siente extraño en su cuerpo. Actúa apretando sus brazos con las manos, una y otra vez, sintiendo su carne, entre incómodo y maravillado.)
LA ENFERMERA: ¿Vamos?
TOMÁS: Vamos.
Se marchan a la plaza.
Ya en la plaza. Está lleno de gente que le grita cosas con respecto a su locura, pero Tomás parece haber vuelto a ser todo eso que siendo cristal observaba. Durante sus palabras la gente interviene libremente con comentarios y exclamaciones.
VIDRIERA: Hola. Yo soy Tomás, pero no soy el que era… Vine a mostrarles tal cual soy. Antes había perdido el juicio debido a… a, bueno, desgracias de la vida ¿no?, y por suerte ya recuperé mi cordura. Todo está bien. Estoy muy bien. Todo eso que dicen por ahí que decía cuando estaba loco… Uff… Puedo decir cosas mejores ahora de cuerdo… Por favor, que la atracción que generé por loco no lo vaya a perder por cuerdo… Sería ridículo. Insólito. Todo eso que me preguntaban antes pregúntenmelo ahora y van a ver que lo que respondía diciendo cualquier cosa así nomás tiene más criterio ahora que hablo pensando… (Se hace el gracioso.) –Usar la cabeza es un privilegio que sólo nosotros los humanos tenemos. Hay que aprovecharlo.
GILBERTO: Eso le digo a mi hijo, pero nunca me escucha.
VIDRIERA: Usted es un gran padre. Sea firme. Ya lo va a escuchar.
DOLORES: Tengo cuarenta años.
VIDRIERA: Parece más joven. Está muy bien conservada, la felicito.
DOLORES: Pero estoy muy enferma. No logro sanar.
VIDRIERA: Lo siento, señora. Me dan mucha pena esas sentencias inexplicables de la vida… Me da pena porque son las únicas injusticias que no puede reparar la justicia…
La gente comienza a irse de a poco.
TRES: ¿Qué opina de los farsantes y los artistas?
VIDRIERA: No hay mucha diferencia entre unos y otros. Son gente que no quiere trabajar. (Ríe haciéndose el gracioso.)
HÉCTOR: ¿Qué opina de la violencia?
VIDRIERA: Es una pregunta insólita. (Silencio. Algo nos hace pensar que en el fondo Tomás sigue pensando como cuando era de vidrio.) –Es importante trabajar para desterrarla de la sociedad. Debemos defender el orden público. No podemos dejar a la cuidad en manos de la violencia y la delincuencia. Es importante que la ciudadanía se manifieste de forma buena y honrada. Sabemos que este es un imposible, pero trabajamos para eso pues de esa forma se mantiene el orden y no permitimos que reine el libertinaje y el caos. Para eso la labor de la justicia es fundamental. Los delincuentes deben sentir que no tienen libertad de actuar como les plazca. De ese modo los delitos son notoriamente menores, desde luego. Todos ustedes saben muy bien que la violencia engendra violencia. Cuanto más se prohíba la violencia menos daño hará. Es directamente proporcional. Y sería bueno que trasladen estos valores a sus hijos. Que los niños no jueguen con armas, que aprendan a no pelearse. Repriman inmediatamente todo esbozo de violencia… Hay que ser bueno, hay que ser honrado…
Tomás sigue hablando sólo a público. La última en irse fue la enfermera. Ya no queda nadie que lo escuche en la plaza. Se le ve la contradicción. Lo que dice no es lo que piensa. Su tono, su cuerpo, sus ojos revelan terror, desamparo y tristeza. Sigue hablando pero va bajando el volumen, mientras sube la música, hasta que simplemente mueve la boca, hace como que habla pero no salen sonidos de su boca. Baja paulatinamente la luz.
Leer la obra original de Miguel de Cervantes:
El licenciado Vidriera